Hay muchos tipos de día de la marmota. El peor, sin duda, es el que se sucede en el corredor de la muerte allá donde algunos sitúan el culmen de la civilización. Durante quince años, el español Pablo Ibar se ha levantado y acostado con el fin en los talones, que muy pronto, tras una sentencia favorable del Supremo del propio Estados Unidos, le servirán para caminar hacia la vida. No menos monótono y átono es el hilillo de esperanza que, antes de la salida del sol, lleva a miles de parados a las plazas mayores de los pueblos en busca de que el dedo del capataz te señale, si eres joven y obediente, a la camioneta que te lleva al campo cosecha tras cosecha. Un jornal que aún millones de españoles buscan incansables, cada hora, por debajo de las paredes; antes de, como roedores, rebuscar entre los contenedores. La otra parte, la que aún conserva un trabajo, tiene en el repetitivo despertador el primer síntoma del que será su jornada en estos tiempos modernos, que tan brillantemente dibujó Chaplin. Tras fichar, no hay posibilidad de salir de la cadena de producción: o aprietas o te aprietan las tuercas en un infernal movimiento del que ya nunca podrás escapar.

Hay lugares, por otra parte, que invitan a la duermevela, al sopor de la inanición mientras esperan la lluvia o grandes proyectos que, a modo de zanahoria, los mantiene, décadas y décadas, paralizados. Portada tras portada donde sólo cambia la fecha: agua, AVE, aeropuerto, corrupción, listas de espera€ Hay otros que deberían dirigir el cotarro que se agazapan en su madriguera o que, directamente, permanecen dormidos profundamente confiando en la capacidad regenerativa del sueño o en que otros les saque del atolladero. La vida es sueño, bostezan frente a los que toman el título de Calderón para exclamar que hoy puede ser un gran día, que el bicho este año ha visto cercana la primavera, qué se acabó el invierno. Duro con él.