eí el libro en la universidad. Después, lo he leído a lo largo de los años muchas veces. Salto de Los últimos que los vieron vivos, capítulo I, al Rincón, el lugar de la penitenciaría estatal de Kansas donde se ejecuta a los reos, capítulo IV y último.

La primera vez fue hace doce años. Terminé de leer. Cerré el libro con satisfacción y pensé: «Merecían ese final».

«El que derrame sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada». Génesis, 9, 6. (Escrituras del Antiguo Testamento).

A favor.

Dos años más tarde, busqué el libro en la estantería de mi cuarto y volví a leer a Capote en la que sin duda fue su obra más célebre: el asesinato de los Clutter, una familia acomodada de Kansas, a manos de los expresidiarios, Dick Hickock y Perry Smith.

La historia seguía siendo la misma, pero la lectora no. La segunda vez la muerte en la horca de Hickock y Smith ya no me complacía. Cerré el libro con un nudo en la boca del estómago y lo dejé en su lugar. Durante un tiempo, olvidé las noches del 14 de noviembre de 1959 y del 14 de abril de 1965. No quería recordar. Ambas noches en nombre de la codicia y de la justicia habían muerto asesinadas seis personas a sangre fría.

Tres o cuatro años más tarde regresé a Kansas. La idea inicial, aquella que creía en que los asesinos merecían morir, ya no estaba. Sin darme cuenta, a lo largo de repetidas lecturas, algo había cambiado. Tenía una nueva idea que había ido creciendo y evolucionando hasta convertirse en una creencia firme: no merecían los escalones, ni el lazo, ni la máscara. No merecían que todo terminara con un golpe seco que anunciaba que el lazo había partido el cuello. No merecían ser castigados con la pena capital por leyes que son humanas, no divinas.

Investigué a fondo y leí muchos libros, artículos y testimonios hasta llegar a esta posición. Sintiéndome como miembro de un jurado busqué argumentos éticos y morales que explicaran y al mismo tiempo justificaran la existencia de leyes extremas que llevadas a sus últimas consecuencias conducían a una situación a todas luces injusta.

Andaba como pez en el agua entre estadísticas cedidas por Amnistía Internacional, Códigos Penales y Antiguas Escrituras, cuando, al igual que le sucediera San Angustín al leer la epístola de San Pablo, encontré las palabras y el pasaje de mi conversión.

«Pero yo les digo a los que me escuchan: amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odien, bendecid a quienes os maldigan, rogad por quienes os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntala también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica» Lucas, 6, 27-29. (Escrituras del Nuevo Testamento).

En contra.

(A propósito de Pablo Ibar, preso español en el corredor de la muerte, en EE UU)