Uno de los hechos diferenciales de los españoles con respecto a los países de nuestro entorno ha sido tradicionalmente la sangre caliente que emana de la dialéctica que utilizamos, ya sea en política o en cualquier comportamiento humano. Somos pasionales, bastante irracionales en muchos momentos, con una gran carga de egoísmos, de ahí que caigamos en repetidas ocasiones en los excesos. Se ha visto con los casos de corrupción, en los debates electorales, en las salidas de tono de los independentistas catalanes y en las discusiones de café. Se nos llena la boca de tolerancia y cada día demostramos más intolerancia con respecto a los discrepantes. El pragmatismo no parece ya figurar en el glosario de actitudes que distribuyen los partidos políticos para que se manejen sus cargos públicos o en los ciudadanos de a pie. Vuelve la ideologización a las fuerzas políticas y sociales, como si hubiéramos retrocedido en el tiempo. Pero, lo que está claro es que esta sociedad necesita soluciones consensuadas que puedan beneficiar al conjunto de los ciudadanos, no solo a unos sectores. Pero, claro, ¿quién es capaz de ceder?