Demasiadas películas buenas sobre periodistas están llegando últimamente a las pantallas, bastantes más que del Oeste. El dato no barrunta nada bueno, forastero. A saber cuántos son los vaqueros sueltos que quedan por ahí.

La última estrenada alrededor del bendito oficio de miserias está basada en hechos reales, fisgoneados en Massachusetts a comienzos del siglo en curso. Las historias de este corte se detienen por esas fechas. Habrá que ver las que podrán realizarse dentro de veinticinco años sobre lo que se escudriña hoy en día a 140 caracteres de sustancia. Por aquel entonces todavía quedaban equipos de investigación en el Boston Globe al menos para, desde un sórdido sótano, saltar a la calle, a los archivos, a las víctimas, a los manipuladores y llegar hasta la santa inquisición si es preciso a fin de alcanzar el objetivo número uno de la basca que habita las redacciones: destapar los abusos y anomalías de los que en cualquier rincón se alimenta el sistema.

Aunque con retraso „previamente se había pasado de puntillas porque la presión del entorno era morrocotuda„, los reporteros hincan el diente al espinoso asunto y, con el respaldo de mandos y empresa, cuentan con todo el tiempo del mundo y se olvidan de vivir para que los afectados puedan recuperar un cierto sosiego en su perturbada existencia tras las canalladas de las que habían sido objeto. Como tantos otros a lo largo de la historia en Estados Unidos y aquí mismo, el diario recopila pruebas y testimonios, los publica y es emocionante comprobar cómo, a raiz de ello, los teléfonos se inundan de más gente queriéndose sacar de encima la angustia que lleva dentro. Para propiciarlo, ha podido verse con anterioridad a infinidad de camiones saliendo a repartir, uno tras otro, miles de ejemplares.

Sería una putada que un género así acabe convirtiéndose en ciencia ficción.