ace unos días fui al dentista. Nada más llegar a la clínica, la enfermera me condujo a la sala de espera donde había ya un par de personas esperando. Unos minutos más tarde de mi llegada, llamaron de nuevo a la puerta. Al abrir, entró una familia compuesta por un padre, una madre y un niño. Los tres se sentaron a mi lado y se dispusieron a esperar. El niño en cuestión tenía sobre unos trece años y padecía síndrome de Down. Durante el tiempo en que estuve en la sala de espera, el padre estuvo hablando con el hijo de las actividades que había realizado en el colegio ese día. De vez en cuando, el niño le daba palmaditas en la espalda al padre con cariño, el cual respondía también dándole cariñosas palmaditas en la espalda a su hijo. Justo antes de dirigirme a enfrentarme con el dentista, padre e hijo quedaban abrazados sobre el sofá viendo la televisión. A pesar de que la experiencia de ir al dentista nunca es agradable, salí de la clínica feliz; contento de ver a aquella familia y admirado por la buena educación que aquellos padres le habían ofrecido a su hijo. Sin embargo, la alegría me duró poco.

Nada más salir de la clínica me fui directamente a coger mi coche. De repente, unos gritos me sobresaltaron. En un principio me pareció que se trataba del berrido de unos animales salvajes búfalos o bueyes pero al girar la cabeza me di cuenta de que en realidad eran seis jóvenes de entre doce y catorce años que estaban situados frente a una tienda de 'abierto 24 horas'. La ropa de las dos chicas de la manada no se diferenciaba mucho de la de Julia Roberts en Pretty Woman, mientras que la de los cuatro chicos se parecía más a Kiko Rivera a la salida de la disco, ¡ya tú sabe! No llegué a precisar si el idioma en que se comunicaban aquellos seres humanos era español o sencillamente se entendían por gruñidos. Lo único que llegué a entender justo cuando ya los perdía de vista fueron las palabras 'hijo de puta, cabrón, mierda, polla y capullo'. Al volver a cruzarme con ellos, ya metido en el coche, pude observar que seguían berreando a grito pelado en mitad de la acera y riéndose entre ellos como si fuesen hienas alcoholizadas.

Llegué a casa pensando lo extraña que es esta sociedad en la que vivimos. Aquellos individuos que están por debajo de la normalidad en el plano intelectual o físico son calificados como deficientes o subnormales o con el resto de los diferentes eufemismos que han ido surgiendo a lo largo de los años. Aquellos individuos que padecen, por ejemplo, síndrome de Down son calificados de ese modo. Los chicos de la tienda de 'abierto 24 horas', sin embargo, son calificados como normales porque tienen dos piernas, dos brazos, oyen, ven y tienen un rostro típico. Sin embargo, son absolutamente deficientes. Aunque imagino que mucho menos que sus padres.

Se trata de una deficiencia que nos está diagnosticada. Ni siquiera determinada, lo cual no quiere decir que no exista. Se trata de la incapacidad para vivir en sociedad, de la incapacidad para comunicarse con otros semejantes, para responsabilizarse de los actos, para sentir empatía. Todo ello se traduce en individuos con agresividad, irresponsabilidad, incivismo, egocentrismo, egoísmo, chulería, arrogancia y prepotencia. Es decir, lo más despreciable que puede tener un ser humano.

Por eso, antes de reírnos de los demás, de cachondearnos por sus caras o por su modo de andar, de llamarlos deficientes o subnormales, primero deberíamos mirarnos un poco al espejo, no vaya a ser que descubramos que los verdaderos subnormales somos nosotros.