El día de la Fiesta Nacional de España volvió a ser polémico. ¡Qué empeño, ni que fuera el Día de la Raza! Mientras el Gobierno miraba a los cielos, tal vez para ver la Patrulla Águila, tal vez para ver si escampa definitivamente la crisis, las manifestaciones colectivas y las individuales se sucedían entre la celebración y el escarnio. Pablo Iglesias me recuerda lo que decía Helenio Herrera cuando siendo entrenador del Barcelona era interrogado por quién marcaría a Juanito: no hace falta nadie, se marca solo. Entre lo denigrante no es sólo que quemar la bandera española se haya convertido en un deporte para iletrados nacionalistas; ahora, algún que otro actor de tres al cuarto, cuyo nombre ni cito para sepultarlo aún más en el silencio, vuelve a mofarse de los símbolos nacionales.

Como siempre, un coro de grillos de crucigrama, con alcaldes y alcaldesas incluidos, de lecturas escasas y triviales, se arroga el juicio de la Historia, ahora con acusaciones de genocidio. A ello contribuyó una interpretación errónea de un grandísimo escritor, Eduardo Galeano, sutil periodista y como tal creador de opinión. Escribió los libros de cabecera de quienes resucitan la leyenda negra española en el siglo XX: Las venas abiertas de América Latina y Memoria del Fuego. Los he leído ambos de cabo a rabo, junto con otros cuantos títulos más del autor. Hay gente que los lee como lo que no son; y no son la Biblia. Tampoco son un libro de Historia. Son una magnífica obra literaria. En ellos describe una Arcadia feliz precolombina, sin incidir demasiado en los sacrificios humanos rituales y el canibalismo, salvo para decir que eran una ofrenda a los dioses en la que el sacrificado poco menos que se inmolaba gozosamente, participando de la misma fe que el sacerdote. ¡A la fuerza ahorcan! Alguna parte parece no haber sido leída con la misma intensidad por el personal, en especial cuando narra con énfasis desgarrador la colonización y explotación anglosajona posterior a la independencia, plagada de asesinatos selectivos. Y, por supuesto, no habla del arma biológica que los españoles llevamos a América „resulta obvio decir que involuntariamente„, las enfermedades que aquél continente no conocía y que se convirtieron en una pandemia, que causó estragos más graves que la peste negra en el continente europeo.

En Hispanoamérica o Iberoamérica sí incluimos a Brasil, colonizada por Portugal con muchos menos miramientos que Castilla. Ha habido sangre, pero también cultura, arte, literatura, en fin, civilización. Ahora el galeón oceánico trae de las Indias, no el oro y la plata de Zacatecas y Potosí, sino la lengua española, cuyo bagaje trasciende incluso las Leyes de Burgos y las Leyes Nuevas que promulgara la reina Isabel. Éstas consideraban a los indígenas americanos súbditos de la Corona de Castilla como cualquier otro y prohibían esclavizarlos o someterlos a trabajos que no aceptaran libremente.

Que se cometieron abusos, sí, cierto, como los romanos en nuestra península. Los españoles de aquél entonces manejaban la espada, la pica y el mosquetón como Berasategui los fogones. Un alto mando inglés durante la guerra de las Malvinas comentó que iban a saber quiénes eran los argentinos, que si descendientes de españoles, la contienda sería ardua; que si italianos, duraría unas horas. Pero es lo cierto, reconocido por quien tenga un mínimo de sensatez, que España dejó en América una cultura, una civilización, una raza, una lengua común a 470 millones de hispanohablantes, entre los que hay hispanos, criollos, mestizos, mulatos e indios. La comparación con la colonización anglosajona, francesa, belga o alemana resulta odiosa. España creó, fundó, expandió, con tan grande fortuna que los puntos oscuros de aquellas gestas bien merecen quedar relegados a los libros de Historia y al silencio de la prescripción extintiva. ¿Acaso fue pacífica la invasión musulmana de la península y la dominación de Al Andalus? Los mismos que critican la hispanización de América aluden a la convivencia de las tres culturas, sin pensar tan siquiera en que esto fue más mito que realidad y, si acaso, duró en la Historia lo que la lluvia en Murcia. Y así, como en la canción de Silvio Rodríguez, llegado el tiempo de resumir, óyeme esto y dime, dime lo que piensas tú.

Lo que sí podemos es analizar al correr el tiempo las consecuencias de los hechos históricos. Qué tenemos hoy gracias a aquello, incluso a pesar de un precio de sangre. Y lo que queda del Descubrimiento de América es algo grandioso, un monumento cultural sin parangón, salvo la romanización, que también llevamos los españoles a América.

Que allí existía una civilización que desapareció con la llegada de los españoles, es cierto, unas culturas que podían haber contemporizado con las nilóticas en el caso de las más avanzadas: la azteca y la inca. Pero, ¡ojo! los españoles tuvieron la solícita ayuda de muchos indígenas. En el caso de Hernán Cortés, contó con el no desdeñable apoyo de los antagonistas de Moctezuma. En el caso de Pizarro, los Trece de la Fama solos nunca hubieran podido derrotar al Inca.

De la colonización del Congo belga hay datos muy concluyentes y restos literarios como la asombrosa novela de Conrad Viaje al Corazón de las Tinieblas, tan lúgubre como el propio título, pero en Bélgica no hallarán la más mínima crítica. De la anglosajona, que premiaba a los nativos aliados por cada cabellera enemiga, todos tenemos noticias y los norteamericanos reservas de indígenas, que ni siquiera llegan a la categoría de museo cutre. De la francesa, pregúntele a los argelinos o a los sirios que ahora vienen.

Un epigrama palatino anónimo reza para la introducción de la Historia de la Guerra del Peloponeso: ¡Oh amigo! Si eres inteligente, cógeme en tus manos; pero si por entero eres ignorante de las Musas, arroja lejos lo que no entiendes. No soy accesible a todos: pocos son los que admiran a Tucídides, hijo de Oloro, ateniense de nación.