Cuando parece estar todo dicho sobre Cataluña y el proceso soberanista, un artículo de Fernando Savater sobre Jean-Claude Kaufmann señala: «El fanatismo de la identidad es ya una recompensa en sí mismo. Nadie tiene que buscar razones para elegir bien. Basta con saberse parte del pueblo elegido... Lo importante es tener claro quienes son los enemigos porque ellos delimitan la identidad».

El fanático hace de su identidad fantasía, mas sólo la puede definir mediante su enfrentamiento con las demás identidades. La consecuencia es que esa confrontación de identidades sólo genera más fanatismo. Cóctel explosivo: hago introspección de mi identidad, pero como es tan normal como la de los demás, fantaseo y me invento una historia paralela, que también servirá para los crédulos que van a compartir la misma exaltación a través de igual ilusión ´identitaria´. Y si la unión hace la fuerza, somos una horda salvaje para la que no vale razón ni argumento, pues nos hemos convertido en un ejército que con la sinrazón va más allá de la razón. Y como decía David Hume: gracias a Dios, que en su infinita sabiduría nos proporcionó una herramienta para llegar donde no llega el raciocinio, nos dio la fe. Nunca he tenido claro que la conclusión de Hume sobre su teoría del conocimiento no fuera más que una excusa para eludir la censura o la hoguera, porque realmente de su ensayo sólo se deduce un salto al vacío. Justamente el paso que únicamente podemos dar con la fe y el que también nos lleva directamente al fanatismo político. Indiana Jones en La Última Cruzada hacía un acto de fe para cruzar una estrecha pasarela invisible sobre un abismo, pero una hueste de catalanes se ha lanzado a él, siguiendo al flautista de Hamelin.

En el siglo XIX, un archivero catalán, Próspero de Bofarull i Mascaró, alteró importantes documentos históricos del Archivo de la Corona de Aragón, del que fue director, para magnificar la participación catalana en la conquista del Reino de Valencia, obvió al transcribir al español apellidos aragoneses, navarros y castellanos. Años después, su sobrino Antonio Bofarull ideó el término federación catalano-aragonesa para tergiversar la historia y crear una suerte de utópico reino, que nunca fue. Esas y otras manipulaciones y reinterpretaciones forzadas son creídas a pies juntillas por mucha gente, que fantasea acerca de un acontecimiento singular. Su Diada fue el último episodio de una guerra civil por la sucesión de la corona española, en la que Cataluña estuvo de parte del archiduque Carlos, de la dinastía austriaca, frente al borbón Felipe de Anjou, sobrino nieto de Carlos II y designado sucesor por éste en su testamento. La guerra fue un montaje con la participación de las potencias europeas, que trascendió nuestras fronteras para evitar una hipotética unión de Francia y España bajo un mismo rey. El día que, ya rey, Felipe V tomó Barcelona, el conseller en cap de la ciudad llamó a las armas a los barceloneses con la soflama: por el rey (el otro), por la patria y por la libertad de toda España. Hoy se le rememora como un mártir de la nacio catalana. Pero esta exaltación falsaria es fruto de un nacionalismo nacido de otra guerra civil, a mediados del XIX, cuando fueron derrotados los carlistas, que se habían hecho fuertes en Cataluña y el País Vasco. La derrota de los ultraconservadores apostólicos, apelando a una ley sálica que nunca tuvo vigencia en España, se transformó por mor del Romanticismo en el nacionalismo reivindicador de los pueblos y tradiciones más rancias.

Decía Unamuno que lo malo de las guerras civiles es que no acaban nunca. Fruto de esa perpetuación son estos lodos. Ya el fanatismo identitario es impermeable a la razón y a unas cuantas grandes verdades que para muchos historiadores son irrefutables. Si a ello se le une la impericia culpable del presidente del Gobierno, que no sabe defender una cuestión tan sencilla como la de la nacionalidad española, frente a la puntillosa pregunta de Carlos Alsina... Precisamente él, registrador de la propiedad; él, que quiere adjudicar los Registros Civiles de toda España a sus colegas, no sabe responder a una pregunta de primero de Derecho. Una cuestión que estaba siendo bandera de su estrategia electoral basada sólo y exclusivamente en puro y simple miedo.

Aumenta el número de fanáticos por mor de un proceso increíblemente perverso puesto en marcha por un iluminado Mas, a quien le conviene el victimismo antes que el procesamiento por corrupción de todos los cuadros de su partido.

Sin entrar en el fondo, porque la verdad nunca se encuentra cuando hay fuego en el corazón, me viene a cuento una reflexión sobre Yugoslavia. El país se construye sobre un sueño romántico del siglo XIX: la nación de los eslavos del sur, que es lo que significa literalmente Yugoslavia. A finales del XX, una suerte de ´guerra de sucesión´ a la muerte de Tito, desencadena una fiebre de fanatismos, asentados sobre la raza „idea falsa, puesto que era una misma, salvo la de algunos kosovares„ y la religión „idea trasnochada, pues apenas había conflicto religioso en un país con un elevado índice de matrimonios mixtos„. La ´diada´ de los serbios se remonta también a una batalla: la del campo de los mirlos „kosovo polje„ el 15 de junio de 1389, en que las tropas servias, en el limes del Imperio, se enfrentaron y fueron derrotadas por el sultán otomano. Aquel episodio legendario se esgrimió en los discursos de Slodoban Milo-evi? y en los de Radoban Karadzi?.

Sólo una cosa más: los yugoslavos de hace veinticnco años no eran menos cultos e inteligentes que nosotros, pero ya saben la que se montó. «Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema» (Winston Churchill).