La novísima sala de exposiciones del Teatro Romano de Cartagena se ha inaugurado con una exposición titulada Peces, de Pedro Cano. El pintor del misterio, ahora de las aguas, de las profundas y las superficiales. Los peces en el pintor han sido, durante toda su vida, orden y aventura diaria en su pueblo de Blanca. Creció rodeado de escamas plateadas y ojos inertes; cajas de pescado y clientela en busca de sabores. Pedro vuelve con esta muestra a sus orígenes; el maestro es de los que siempre vuelven y nunca se olvida del hallazgo, nunca deja en su obra nada al azar vespertino. Amanece entre las aguas diáfanas de la infancia. Vemos nadar los peces en la bahía, en el puerto, a bandadas, de uno en uno, con elegancia; pescadillas que se muerden la cola, por no parecer lo que nunca fueron.

El artista está cada vez más bíblico, más universal, más atemperado en su materia de agua y sal. Porque estas aguadas tienen sabor; el que él insinúa con veladuras que tapan o quitan materia. Sé como pinta, le he visto en el trance de disfrutar lavando. Los peces de Pedro nadan en libertad o se ofrecen a la gula plástica de quién ama su pintura. No están en aguas de nadie, no hay desecho maloliente; hay, eso sí, pureza y trascendencia. Papel y mancha, tamiz sensible que nos refresca la memoria. Pedro es siempre Pedro, pinte lo que pinte, mire donde lo haga, con esa caligrafía de su alma que entrega en cada pincelada, lamida, comida, saboreada.

Peces de agua clara o salina; navegamos su lujuriosa forma de entender la pintura; aquí con olor y vientos de mar; pantasana viva del sueño y fragancia de las espumas que humedecen las rocas. Peces, peces, laberinto rosa enredado en redes cosidas a mano en todas las orillas. Peces atrapados por el pintor para la eterna contemplación de sus retratos de sal de milenios. Su tierra, la nuestra, es salada y sabia, sus orillas atesoran siglos de salazones dorados; sobre quillas de madera tintadas de azul o amarillo. El color de estas obras de Pedro Cano respira en gamas tostadas; en grises marinos poco perceptibles por miradas vulgares.

El recuerdo de su infancia es también de pescado fresco; no solo de granadas, de cajines y albares, de flores abiertas y rocío desparramado. Todo es elegante materia, vibrante insinuación; oleaje que va y viene sin manchar, que deja sobre el papel la huella eterna de un artista único. Quedan sorbos de luz, peces supervivientes que nos atrapan con una vieja cortesía de rutas inaccesibles en los mares domésticos que todos conocemos.