Según una antiquísima fábula confuciana que siempre uso para explicar qué entiendo por izquierda, la única diferencia entre el cielo y el infierno (que según el sabio chino son exactamente iguales: salones llenos de alimentos deliciosos que los comensales no pueden ingerir directamente) reside en que, en el cielo, los invitados se dan de comer unos a otros.

Siempre he creído que, en el fondo de la mayoría de las batallas ideológicas actuales está esa dicotomía profunda: la de considerar al hombre un lobo para el hombre o, por el contrario, la de creer en la posibilidad de un pacto general, e un cuidado mutuo, de una solidaridad.

Neoliberalismo vs. socialdemocracia vs. socialismo. Fundamentalismo vs. laicismo. Nacionalismo vs. internacionalismo, etcétera etcétera. Es posible incluso hablar de un urbanismo del homo homini lupus (ciudad extensa, compartimentada, desigual) versus un urbanismo humanista, basado en comunes y espacios públicos, en una idea de ciudad abierta e igualitaria. También existen una educación y una sanidad de la desconfianza. En todos los casos, el modelo, digamos, confuciano es más efectivo y económico, de mayor calidad: la necesidad artificial de protegerse de los demás sale muy cara. No creo que, de pararse a pensarlo, nadie se decidiese por pagar por eso. Lo que ocurre es que los comerciales son muy buenos. Y, además, mandan.