Si nos dicen que nos van a dar una untura, seguramente entenderemos que nos van a embadurnar con aceite, crema u otra materia grasa con la benéfica intención de suavizar o proteger nuestra piel. Pero para no equivocarnos, será mejor observar el gesto y el tono del que lo dice porque podría tratarse, no de una oferta generosa, sino de de la peor amenaza. En mis predios, si alguien con cara desencajada, mano abierta penduleando de derecha a izquierda y tono exaltado, le decía a un niño «Prepárate, que te voy a dar una untura», ya podía echarse a temblar o, mejor, emprender una huida desesperada, porque untura pertenecía también al inventario de los castigos, correcciones y penitencias aplicables preferentemente a los niños, y también a los animales. En este caso no se trataba de extender untos protectores, sino de cubrir de golpes todo el cuerpo, con lo que ontura se convertía en sinónimo de zurra, tunda, soba, somanta o aporreo; pero con el añadido de la cruel ironía de una acción que no suaviza, sino que hiere y maltrata. Quien la probó lo sabe.