A punto de acabar el verano astronómico, que no el meteorológico, coincidirán conmigo en que lo mejor que puede pasar es que termine pronto. Este veranito de 2015 ha sido un infierno, y no sólo en lo tocante a la meteorología: accidentes de tráfico fieles a una cruel estadística; la sempiterna violencia machista; la incesante plaga de incendios forestales, mayoritariamente inducidos y que, desgraciadamente, ya forman parte del paisaje veraniego, como los miles de ´guiris´ tostándose al sol en nuestras costas; los muertos corneados por toros, que no vaquillas (ya saben, el negocio es el negocio, y si disminuye la demanda de corridas, pues echamos a los astados de las calles de toda España), en virtud de esa estulticia nacional que asimila los términos tortura animal a fiesta€ Por si faltaba poco, ha estallado con toda su crudeza el drama, más bien tragedia, de los refugiados. Ante ese hecho, he leído estos días testimonios de muchas personas, entre las que me incluyo, avergonzándose de su pertenencia a la supuestamente avanzada civilización occidental.

Civilización que hunde sus raíces en la cultura grecorromana, sin olvidar las aportaciones del cristianismo y el islamismo, el humanismo renacentista y la Ilustración. Pero también, para hablar con precisión, este solar europeo que pisamos se ha construido a partir de la conquista y la rapiña. La ocupación por los europeos de amplios territorios en Asia, África y América en siglos pasados no se hizo precisamente de forma pacífica. Las Cruzadas, la presencia europea en el lejano Oriente, la conquista americana y el imperialismo colonial son sólo algunos hitos de este proceso ´adornado´ con guerras: los exploradores del continente africano o los colonos americanos precedían a unos ejércitos de ocupación que, las más de las veces, acabaron con todo vestigio de culturas autóctonas. Es conocido el impacto del imperialismo colonial en los pueblos que lo soportaron. Como lo es el reparto de los restos del Imperio Otomano entre Francia e Inglaterra, reparto que, como el caso anterior, condujo a trazar unas fronteras artificiales que no se ajustaban a las tradiciones culturales de los pueblos que conformaron esas nuevas naciones.

Sin olvidar las dos guerras mundiales del siglo XX, que tuvieron en el espacio europeo el principal escenario, más recientemente nadie puede negar que la intervención occidental y de su gendarme, la OTAN, de una manera abierta o solapada, en conflictos tales como el de los Balcanes, Eritrea, Somalia, Afganistán, Iraq, Egipto, Libia, Siria, incluso Ucrania€ ha llevado a la desestabilización de esos países. ¿Les suenan? Son los países de los que, desde hace ya varios meses, están saliendo muchas personas atenazadas por el miedo, la desesperanza y la incertidumbre, buscando en Europa un futuro mejor. Principalmente, desde Siria.

Como muchas personas, siento vergüenza, náuseas, impotencia€¿Cómo entender las palabras del presidente de Hungría, Victor Orban, afirmando, sin ruborizarse, que la inmigración ilegal constituye una amenaza para Hungría y toda Europa, y que ésta puede constituirse en una amenaza para la civilización occidental? ¿Civilización? ¿Qué civilización? La imagen de una sola persona yaciendo en una playa sin poder alcanzar el paraíso soñado debería haber bastado para sacudir muchas conciencias anestesiadas. Sobre todo las de quienes, pudiendo haber puesto en marcha medidas urgentes para evitar tanta tragedia, no han hecho nada. Porque el tremendo drama humano que podemos percibir hoy en las fronteras de Serbia, Hungría, Austria€ ya venía anunciándose en los casos no menos dramáticos de quienes dejaron sus vidas a las puertas de Lampedusa o de nuestras costas mediterráneas.

La especie humana es capaz de practicar las acciones más abominables (la violencia, las guerras€), pero también las más sublimes (la música, la literatura, el arte€). Estos días, en ausencia de actuaciones políticas urgentes e inaplazables, muchos ciudadanos de la Unión Europea, pero también de otros países con menos recursos, como Líbano, Turquía€ sí están ofreciendo otra de las facetas más nobles que nos caracteriza como especie: la empatía, a la que van asociadas la piedad, la compasión y la solidaridad. Por eso la noticia de que muchos ayuntamientos de este país, siguiendo la estela de esa mujer ejemplar, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, han empezado a trabajar para crear una red de ciudades refugio, me ha reconciliado en parte con lo que nos queda de seres humanos.

Cuando el mayor temor de la aparentemente hospitalaria Angela Merkel es que la inmigración masiva pueda poner en cuestión las estipulaciones del Tratado de Schengen, hay que decir con rotundidad que la desesperación, el hambre, el miedo y la incertidumbre no saben de fronteras nacionales, que son un puro artificio. En los veintiocho Estados miembros de la UE vivimos más de quinientos millones de personas. Eso supone que hay millones de hogares. Sólo con que una parte acogiera a una persona refugiada, el problema actual no sería tal. Por eso es tan importante la iniciativa de ciudades refugio que han emprendido ya muchos municipios de España, y al que han pedido su adhesión en Murcia, que yo sepa y hasta el momento, Cambiemos Murcia y Ahora Murcia.

Porque estamos hablando de personas, no de números.