Hay algo más difícil que encontrar una pareja, encontrar un antagonista. Si me preguntan a quién deseo enfrentarme en un debate público, aportaré sin dudar el nombre de José Ignacio Wert. Hemos discutido durante horas delante de micrófonos y cámaras. No solo era una experiencia estimulante, sino provechosa. Aquel polemista respondía sin vacilaciones ni divagaciones a la intimación de su rival, era el primero de la clase que quería ganarse el puesto en cada combate. Demasiado irónico para tomarse en serio su propia ideología, prodigaba entre bastidores los cotilleos de la zarzuela madrileña. Siempre estaba dispuesto a hacer un favor. Funcionaba, la Cope se lo quiso arrebatar a la Ser por una cifra estratosférica que me da vértigo repetir. No cruzó el río, le entusiasmaba medirse a quienes no pensaban como él, un liberal entre socialdemócratas. Sí, hablo en pasado.

La vanidad juguetona del exministro se manifestaba en una escena repetida semanalmente. En el plató pilotado por la gigantesca Concha García Campoy, sentados junto a Ernesto Ekaizer, Fernando Ónega, y María Antonia Iglesias, la calva de Wert emergía con una cabeza de distancia por encima de los demás, como si midiera dos metros. Había que recordarle cada siete días que devolviera a su posición el asiento que lo elevaba artificialmente. Competitivo hasta en el vestuario. Era fácil sentirse amigo de Wert, y a continuación despedazarse ante la audiencia con una crueldad que a menudo dejaba atónito al moderador. Cuando fue digitado por Rajoy, le escribí un mensaje, «Te he llamado muchas cosas en público, pero nunca creí que te llamaría ministro». El resto es historia, no demasiado afortunada para el titular de Educación y Cultura. Su búsqueda eterna del desafío ha causado perplejidad. El problema no ha sido la falta de compañía, sino de rivalidad. Los leones no rugen porque sean antipáticos, Wert necesitaba una voz autoritaria que le obligara a bajar la altura de su asiento. No lo reconozco persiguiendo una embajada, pero nunca le subestimé.