Pasadas las tres de la tarde del pasado viernes, con el calor abrasador que salía del asfalto en forma de humedad negra, resultante de un mes de julio que agonizó con un chaparrón del trópico a media mañana, volví a presenciar la misma escena que aquel julio de hace ya siete años. Siete es un número circular, me dijo alguien una vez, muy lejos de aquí, mientras me zampaba una sopa de cangrejo en un trozo de pan. Siete años después, a mi altura, en la salida de la ciudad, el día en el que estos nuevos meses de julio frenéticos de actividad y multas de la ORA, se agolpaban coches con ansia de hacer nada en playas y campos. A mi altura, en el carril de servicio, revoloteaba haciendo graciosas curvicas una pareja lanzándose arrumacos con la cintura, sobre una moderna vespa. Los cascos se arremolinaban entre abrazos y caricias rápidas, y la motico flotaba en el calor asfixiante como si fuera una melodía de Alondra Bentley.

Pararon en el semáforo. Mi estómago gritaba de hambre. Cuando paré estaba en ese momento preciso en el que empiezas a entender que has terminado el día y piensas en el partido de fútbol con los peques en el campo de La Era y en las cenas con vino de lágrima en la terraza. Justo cuando les vi, y ya no pude dejar de mirarles, a mi derecha. Como aquel día, una sonrisa, de esas que no percibes hasta un instante después de ser consciente de la escena, me agarró la expresión. Los cascos se enroscaron girándose sobre sí mismos y conectaron un beso a muchos grados, bajo aquel semáforo. Ella retorcía su pie sobre sus chanclas de dedo y el tubo de escape, y él escorzó su brazo por detrás de su cintura, haciéndole cosquillas que les hicieron retorcerse aún más en aquel instante de felicidad.

Él, con barba poblada y canas, ella, con la espalda al aire en una de esas camisolas que se abrochan al cuello y dejan intuir la espalda. Morena de playa, su coleta aparecía bajo la bola de su casco. Las chanclas de él se acercaban dentro del remolino a las de ella. Había, al menos tres personas en aquel semáforo que no estábamos pendientes de la luz verde. No terminaron, porque ella se abrazó con fuerza, y aunque no vi sus ojos, los sentí cerrados, como apretados los dientes, y él, volvió sus brazos para devolver aquella afirmación de felicidad. Arrancaron entre pequeños respingos hacia un lado y otro de su camino, como dejando una estela de notas musicales, y como si estuvieran ellos solos en aquel mundo que se dirigía a sus vacaciones de agosto. Les seguí con la mirada hasta perderles en el cruce de Ikea. Miré el retrovisor y allí estaba, esa sonrisa que nos recuerda que el contagio de la felicidad es un don enorme que tenemos. Cambié de marcha, miré adelante, y volví a sonreír. Como aquel día en el que escribí una escena como esta, en 2008. Vale.