Leo que el llamado contable de Auschwitz ha sido condenado al final de su vida a cuatro años de cárcel por cooperar en la muerte de 300.000 internos cuando el muy veinteañero de la SS, que no llegó a participar directamente en la muerte de prisionero alguno, se ocupó de registrar las pertenencias de los que iban llegando. En el juicio declaró «me siento culpable por haber formado parte de un grupo que cometió esos crímenes, pero yo no los hice». La tesis engarza al milímetro con el sesgo seguido por el sistema judicial alemán que, de los 6.500 miembros de las fuerzas especiales en ese campo de concentración que sobrevivieron a la guerra, llevó a cincuenta ante los tribunales. La madre que los parió.

Siempre que se produce una novedad sobre aquell0, vuelve el sudor frío. Lo más cerca que he estado de Auschwitz ha sido en Cracovia este mayo a sesenta kilómetros. Como saben, se trata de la ciudad que se libró de la destrucción porque allí estableció el ejército de Hitler su cuartel general y eran nazis, pero no tontos. Solo con recorrer el gueto ya imaginas todo, que es peor.

Y aún más al alcanzar la plaza de los Héroes. Allí sobreviven plantadas setenta sillas de bronce, obra conmemorativa de dos arquitectos locales. Es donde clasificaban a los judíos. Como en un inicio les contaron el cuento de que los llevaban a un campo bucólico para cuidarlo pero que las casas estaban sin muebles, los viajeros echaron mano de sus sillas. Hay filmaciones en las que se ven filas de niños transportándolas sobre sus cabezas.

Hoy, en parte gracias al rodaje de La lista de Schindler por algunos de sus rincones, ese barrio, Kazimierz, se ha puesto de moda y, al ser los menús y las copas más baratos que en el espectacular centro de la ciudad, la gente joven lo ha cogido por banda. El resto, ochenta años después, se adentra sobrecogido de la mano de los fantasmas.