La estabilidad política e institucional de las democracias consolidadas no sería posible si los dos grandes partidos que se alternan en el poder no compartieran unos valores fundamentales sobre los que edificar el sistema democrático y de libertades. De tal forma que, salvando las distancias y peculiaridades de los distintos países y regímenes políticos, republicanos y demócratas en Estados Unidos, conservadores y laboristas en el Reino Unido, neogaullistas y socialistas en Francia, democristianos y socialdemócratas en Alemania, se caracterizan, como debe ser en un sistema de pluralismo político, por sus diferencias ideológicas en materia política, social y económica; pero, a su vez, por compartir unos principios generales basados en la defensa de los derechos constitucionalmente reconocidos, el respeto a las leyes, las instituciones democráticas y las reglas de juego establecidas y, por encima de todo, la unidad de la nación, en la que la soberanía, de donde procede la misma representación política, se asienta.

Y así debería ser en España si las dos mayores fuerzas políticas, que en las últimas elecciones generales aglutinaron alrededor del 80 por ciento del voto nacional (y que, pese a su desgaste electoral ante el empuje de los llamados ´partidos emergentes´ al calor de la crisis, continúan ostentando la mayor parte del poder municipal y autonómico), tuvieran igualmente claro que nación y Constitución son los fundamentos que cabe defender y garantizar en primer lugar y sin ambages. Pero, ay, aquí falla la pata de la izquierda. Se podría hacer incluso abstracción de la tradición golpista y de desacatamiento de las instituciones y las leyes por parte del PSOE, especialmente acentuada cada vez que pierde el poder (por ejemplo, su rebelión en 1934 contra la misma República que contribuyó a erigir), y de ahí sus 'tics' antisistema que todavía muestra; ya que, bajo el hiperliderazgo de Felipe González, daba la impresión de que el socialismo español sí desempeñaba de hecho un papel de garante de la estabilidad del sistema constitucional (pese a que su proyecto consistía más bien en convertir al español en un régimen 'a la mexicana', en el que el PSOE ejerciera el poder omnímodo del PRI en México). Hasta que, tras el interregno Almunia-Borrell, llegaría Zapatero para identificar al PSOE con los nacionalismos (con tal de aislar al PP para llevar a cabo una especie de 'segunda transición' que le permitiera su permanencia en el poder), adquirir compromisos tan irresponsables como 'aprobar' el Estatut que salga del Parlamento de Cataluña e, incluso como presidente del Gobierno, tachar de 'discutida y discutible' a la mismísima nación española.

Aunque de Zapatero y del zapaterismo podíamos esperar absolutamente de todo, incluso las situaciones más surrealistas y pintorescas. En este caso, cabe recordar que el proyecto de cambio de régimen del socialismo zapaterista pasaba por crear un 'cordón sanitario' que aislara al PP y le impidiera el acceso al poder, y en esa pretensión jugaban un papel importante los nacionalismos y los separatismos (incluida la llamada 'izquierda abertzale', a la que se pretendería 'integrar' en el sistema), a los que se les garantizaría el dominio de sus predios con tal de que el PSOE se mantuviera en el Gobierno de España... o más bien de lo que quedara de ella. Obviamente, la crisis económica y su deficiente gestión por parte del Ejecutivo socialista hizo añicos ese plan rupturista; pero para llevarlo a cabo era imprescindible atraerse a los nacionalismos de todo pelaje con un discurso que pusiera en solfa la misma existencia de la nación española, y a la vez tildar de sospechoso de franquismo a quien la defendiera a ultranza. Como si España como nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley hubiese surgido con Franco, y no con la gloriosa Constitución liberal de 1812.

Pues bien, muerto políticamente Zapatero, su herencia sigue latente en el PSOE. Hasta el punto de que, como cabe recordar, el único debate 'ideológico' que tuvo lugar tras su salida del liderazgo del partido no versó sobre si optar entre socialdemocracia o socialismo puro y duro, entre la Tercera Vía blairita o la sedición callejera del 15M, entre más o menos intervencionismo estatal, o entre más o menos keynesianismo como salida de la crisis... No, ni mucho menos; se centró en una controversia entonces sugerida por Bono, que siempre ha presumido de ser un españolista ´pata negra´: si el nuevo líder del PSOE habría de ser lo suficientemente atrevido como para dar vivas a España. A lo que Eguiguren, presidente del Partido Socialista de Euskadi, respondió apostando por alguien que fuera capaz de gritar ´gora Euskadi y visca Catalunya´, o a lo sumo un ´viva la Constitución´, pero siempre evitando la palabra maldita. Tenía bemoles, y a la vez resultaba harto indicativo, que se suscitara semejante discusión en un partido que, además de contener la 'E' de español en sus siglas (aunque quizá nos encontremos ante una situación parecida a la de la felizmente extinta URSS: en este caso, cuatro siglas, cuatro mentiras), ha estado durante tantos años en el Gobierno de España, y al que aspira a volver.

Tras un breve paréntesis rubalcabiano con mucha pena y escasísima gloria, surgió de las tertulias televisivas (indiscutible cantera política actual) y con cierto halo de moderación el joven Pedro Sánchez como nuevo líder socialista; sin embargo, ha terminado mostrándose como un Zapatero cualquiera, aunque más guaperas. De ahí que no tenga reparo alguno en emular a su antecesor en su estrategia de conquista del poder: menos con el Partido Popular, pactar con cualquiera, incluso con quienes abogan por acabar con el vigente sistema constitucional y por políticas que debiliten, no solo la estabilidad política y económica, sino la seguridad jurídica que se asienta en el principio de legalidad (que, por ejemplo, la insigne 'escracheadora' Ada Colau pretende saltarse como alcaldesa de Barcelona cuando lo considere oportuno). Pero todo valía con tal de echar al PP, partido generalmente más votado, de los gobiernos municipales y autonómicos: tripartitos, cuatripartitos, pentapartitos... sean cuales sean los socios de coalición: lo mismo da la 'derecha civilizada´ (palabras textuales suyas) de Ciudadanos, que nacionalistas y secesionistas como los de Cataluña y los pancatalanistas de la Comunidad Valenciana y Baleares, que quienes tienen como modelo a 'la Venezuela de Chávez' (como precisaba el propio Sánchez cuando juraba y perjuraba que jamás pactaría con Podemos); estos últimos, para más inri, y gracias al apoyo de su partido, gobiernan los ayuntamientos de Madrid, Barcelona, La Coruña, Zaragoza y Cádiz, donde no han tardado de dejar su sello de extrema izquierda. Y es que quien ha llegado a ser presentado como 'niño bonito' de la derecha no es más que otro sectario de los que abundan en la progresía.

Si además de poner como fondo a la bandera nacional española en su presentación oficial como candidato socialista a la presidencia del Gobierno, gesto inédito del que en principio habría que congratularse tratándose de un PSOE generalmente acomplejado ante los nacionalismos catalán y vasco y por ello reacio a reivindicar los símbolos nacionales, Pedro Sánchez no se coaligara con aquellos que en el País Vasco, Cataluña, Baleares y la Comunidad Valenciana defienden el separatismo y la destrucción de la unidad de España, o con quienes pretenden acabar con la Constitución que nos dimos tras alcanzar la reconciliación política ('el régimen del 78') y, con ello, sustituir por ejemplo esa misma rojigualda (que reputan de franquista frente a haber nacido con Carlos III) por la tricolor, hasta el punto de entregarles el poder, muchísimo mejor. Porque no se puede estar en misa y repicando, señor Sánchez. Que luego vienen los socios que usted se ha buscado y le dejan en evidencia, además de ponerle en un brete.

Aunque semejante e inesperada exhibición de españolismo, que por su falta de correspondencia con sus actos cabe calificar de puramente electoralista, no solo levantó ampollas entre sus asociados ultraizquierdistas y nacionalistas-separatistas, sino también dentro del mismo PSOE; especialmente, como no podía ser de otra manera, en su sucursal vasca y en su partido-hermano catalán, el PSC. Poco se puede esperar de un partido político que no asuma con normalidad los símbolos nacionales y constitucionales, y cuyo debate interno haya consistido en la existencia misma de la nación española. Porque quienes no creen en España, o duden de ella, difícilmente serán capaces de regirla con unas mínimas posibilidades de éxito. Quizá ahí resida una de las claves de la historia reciente del PSOE y de su deficiente papel como partido gobernante.