Yo no sé cómo ocurrió; pero lo cierto es que me había pasado a mí. Yo era un niño y había cogido un ojosol: se me había metido el sol en la cabeza y ahora tenía fiebre y vómitos y estaba muy aterrado, sin apenas fuerzas. El senado familiar, más bien enemigo de la medicina popular, decidió que se avisara al médico. Pero hete aquí que, entre tanto, una vecina sanadora ofrecía desinteresadamente sus servicios; y como no costaba probar, se acordó, no sin reticencias y comentarios descreídos, que aquella buena mujer ejercitara conmigo su sabiduría. En medio del parador, en plena solanera, me sostenían en pie mientras se preparaba el instrumental del tratamiento: una sartén con siete estropajos de esparto nadando en una buena capa de agua chorreada con vinagre. La maga iría rezando credos y diciendo jaculatorias mientras quitaba y ponía la sartén sobre mi cabeza, hasta que hirviera. Pero como, tras mucho rezar y quitar y poner la sartén, el milagro no ocurrió, la buena mujer, viendo peligrar la recompensa, achacó el fracaso al descreimiento de la familia. Y no le faltaba razón.