Lo que parecía imposible terminó el pasado jueves, 18 de junio. Josep Rull, coordinador general de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), certificaba que la federación CiU había acabado. Se ponía fin a un pacto de 37 años que encarnaba la vigencia del autonomismo en Cataluña, tras la ratificación de la Constitución.

Después de la ajustada victoria de los partidarios de la vía soberanista 'moderada' en el socio democristiano de la federación, Unió Democràtica de Catalunya, frente a los defensores de la independencia, CDC, liderada por el presidente de la Generalitat, Artur Mas, adoptó una decisión que refuerza la idea de reconfiguración del sistema de partidos catalán, ante el horizonte de las denominadas elecciones 'plebiscitarias'.

Y es que el calendario apretaba a Mas, a la hora de cumplir su objetivo: presentarse en septiembre con una 'lista de país', presidencialista, con personalidades que vayan más allá de las siglas y un programa explícito a favor de la independencia. Todo ello le sirve para matar dos pájaros de un tiro: desembarazarse de las siglas CiU, asociadas a algo 'viejo y corrupto', tras la confesión de Jordi Pujol y deshacerse de Duran i Lleida, que lastraba la credibilidad independentista del proyecto, en beneficio de otras formaciones. Así, Mas espera recuperar parte de los votos que han ido a ERC y mantener el primer puesto.

No obstante, lo que ocurra en Cataluña durante el verano está abierto: desde la convocatoria electoral (Mas recibe presiones de todo tipo para no adelantarlas), hasta la configuración de otras alternativas no independentistas (¿una Catalunya en Comú, semejante a la que dio el triunfo a Ada Colau en Barcelona?), que auguran fragmentación y un escenario difícil de gestionar? a la espera de lo que suceda en las elecciones generales de noviembre.