Durante la Final de la Copa del Rey de fútbol entre el FC Barcelona y el Athletic Club de Bilbao, se produjo una enorme pitada en el estadio del Camp Nou cuando sonaba el himno de España. Al parecer, a la entrada del estadio, cientos de personas se dedicaron de manera organizada a repartir pitos o silbatos para que la pitada luciera más hermosa. Semejante espectáculo fue recogido tanto por los medios de comunicación nacionales como por los internacionales, dando la imagen de una España „como siempre„ dividida. Sin embargo, esa división entre los españoles es algo muy habitual en infinidad de eventos. Por ejemplo, cada vez que se producen manifestaciones de grupos de izquierdas, suele ser habitual ver a cientos de personas con la bandera republicana. Lo mismo, pero en el lado contrario, sucede con la bandera denominada franquista. Esa lucha constante en la que se divide España entre izquierdas y derechas, entre monárquicos y republicanos, entre banderas nacionales, autonómicas, del águila o republicanas, entre himnos nacionales y cantos regionales, hace que uno sienta una mezcla entre el asco, el cansancio y la vergüenza. Durante las últimas décadas, da la sensación de que los españoles seguimos viviendo en una guerra civil mental, propiciada por aquellos que no padecieron la desastrosa Guerra Civil física. Es como jugar a las batallitas que sufrieron nuestros abuelos y bisabuelos, pero sin tener en las piernas los agujeros de las balas ni el hambre en el estómago. Un juego de niños tontos, inconscientes e irrespetuosos.

Desde el punto de vista político, yo me califico como republicano y de izquierdas. Desde el punto de vista geográfico, me califico como gallego y español. Y en mí conviven sin problemas cientos de sentimientos y definiciones más. Soy progresista, pero también comparto algunas ideas con la derecha que me parecen absolutamente razonables. No me gustan las monarquías, pero acepto la bandera española que tenemos sin ningún problema, así como el himno, esperando a que el debate entre monarquía y república se produzca de manera sana y pausada. Soy gallego, pero soy capaz de bailar una sardana y de tomar un bacalao a la vizcaína sin que ello me produzca ningún problema de estómago ni urticaria. Defiendo al FC Barcelona cuando juega contra un equipo extranjero y me alegro de todos los éxitos españoles en el ámbito deportivo, artístico, científico o médico como si fuesen éxitos propios. Y acepto toda la historia de España porque es la historia familiar que vivieron mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos, y que me han hecho ser como soy.

Pero lo que me gustaría hoy en día, en esta España desquiciada y maloliente, es saber cuál es mi patria. O si „a lo mejor„ es que ya no hay patria. Si somos tan solo una amalgama de individuos que buscan su interés particular, si somos una mezcla de individuos que reman cada uno para su lado, si ya nadie comparte los mismos valores democráticos sin estridencias, si ya no queda nadie que comparta nuestra diversidad cultura sin tribalismos, si ya no hay nadie que asuma la historia sin insistir en caer en los errores ya cometidos, si ya no queda nadie que quiera una España culta, económicamente potente, una España digna para que vivan nuestros hijos, una España construida con las manos, con los valores y con el sacrificio, no con estandartes, ni con himnos, ni con panderetas, ni con pitos.

Porque esa España tribal, desunida, analfabeta, estridente, inculta, vaga, soberbia, maleducada, intransigente y egoísta es la que nos ha traído hasta donde estamos, a la España de la pobreza y la corrupción, a la España que hace que miles de españoles sientan vergüenza de su propio país y que huyan de aquí en cuanto pueden. Porque esa España es y será siempre la España de la miseria.