En tiempos de escasez y hambre no preocupaba tanto la calidad de los alimentos como su cantidad y capacidad de llenar el estómago. Como las raciones solían ser escasas, siempre se agradecía lo que, por excepción, se ofrecía abundante, sin medida ni tasa. Y el zalandro es buena prueba de una ración generosa de alimento sólido, especialmente una porción considerable de pan, que sentaba mejor acompañada de otro buen zalandro de tocino, morcón o butifarra: «El nene no se esmaya con el zalandro de pan que se ha comío"«, «Ven acá tú que te dé un zalandro de torta».

Así, el zalandro se convertía en la referencia que distinguía el buen vivir de la precariedad y el hambre: si tenías un zalandro de pan que llevarte a la boca eras un afortunado, mientras quien carecía de él estaba, como se dice ahora, en riesgo de exclusión social. Lo contrario que hoy, en que la pequeñez y la minucia alimenticia es signo de saciedad: ya no se comen zalandros de nada sino sanwiches, canapés, bocaditos, pizcas y otras naderías, por lo que el término zalandro también dejó de existir.