En su devenir de yogur helado, Mariano Rajoy no parece haber alcanzado a descubrir que la gente, además de bolsillo, también tiene corazón. Acaso por eso haya terminado por construir un partido sin alma, una organización de burócratas y tecnócratas sin coraje, sin ilusión, sin una idea ni de España ni de nada, más allá de la funcionarial aplicación de las recetas ajenas. Un cuerpo de mudos bajo una cabeza sorda. Por supuesto que la política debe quedar lo más lejos posible de las emociones, con las que se construyeron siempre los totalitarismos, y de las que se nutren los llamados populismos, por otro nombre Podemos. Pero la razón y la racionalidad no consisten en no hacerle frente a nada, en evitar los argumentos y los conflictos, en ceder siempre, en no oponer precisamente la razón al disparate emotivo. La razón sirve para combatir la injusticia, servir a la verdad, sostener la igualdad entre españoles, recuperar el mérito y expulsar a los mercaderes y a los mercenarios, que no son en absoluto lo mismo que los empresarios y las gentes que crean riqueza. La razón cálida es lo que debe ofrecer un político que quiera devolverle a su pueblo la esperanza de un futuro mejor.

Lo que une a Rajoy con Florentino es esa falta de alma. La convicción de que un equipo de fútbol no es un grupo de hombres en calzoncillos detrás de una pelota, como decía mi madre, sino una empresa de ingeniería. Si contratas a los mejores ingenieros y haces los cálculos correctos, no se puede sino ganar siempre. Y resulta que no. Ni Rajoy ni Florentino entienden lo que el gran Graham Greene nos enseñó sobre el factor humano: que los hombres aman, odian, se hunden, traicionan o pierden la fe. Y que a veces la pelota no entra porque nuestro corazón no está. Y lo que hizo grande al Madrid fue el corazón. Los otros tenían el dinero y la envidia de una nación frustrada; el Madrid, el coraje, la garra, las ideas imbuidas en unos chavales salidos de los barrios de Madrid o los bancales de España, como Pirri, Camacho, Chendo. Sus mejores entrenadores fueron gente como Muñoz y Molowny, que dejaban jugar. El Madrid siempre fue un vendaval, la carga de Balaklava. Y Ancelotti lo sabía.