Uno creyó siempre que genios, lo que se dice genios, eran individuos que idearon un profundo sistema filosófico, crearon una gran obra literaria o artística, hicieron un importante descubrimiento o fueron grandes inventores.

Gentes, eso es, que de una forma u otra contribuyeron a una mejor comprensión de las leyes del universo, al mayor conocimiento de nosotros mismos o la mejora material o espiritual de la humanidad. Pero ahora llaman ´genios´ - lo acaba de hacer un periódico en su suplemento semanal- a unos jóvenes españoles creadores de empresas que tratan de emular a las que parecen surgir como hongos en los garajes de Silicon Valley. «Exitosos emprendedores de start-ups», como los califica el diario, parece más apropiado.

Dicen que cuentan entre sus clientes a Facebook, a la Nasa, entre otras grandes empresas o instituciones. Y uno no puede sino felicitarse del éxito de unos compatriotas en un país que tan necesitado parece estar de ellos. Pero al mismo tiempo, y sin quitarles méritos, no puede uno evitarse tampoco la pregunta de en qué nos benefician muchas de las empresas creadas por los entusiastas tipos de Silicon Valley y sus émulos surgidos en todo el mundo. Sí, es cierto que ganan millones con sus aplicaciones. Aplicaciones que valen, por ejemplo, para contratar servicios como transportes privados que hacen la competencia a profesiones reguladas como la del taxi o alojamientos que compiten a su vez con hoteles que pagan sus impuestos.

Inventos como ´móviles encriptados´, seguramente muy útiles, si es que realmente funcionan, en momentos en que Estados y gobiernos espían al ciudadano para controlarle o venderle sus productos. O como ´videojuegos´ para mantenernos en un estado de constante alienación. El gigante español de ese último sector facturó, se nos dice, 89 millones de euros en 2014 y cuenta ya con 230 empleados de más de 200 nacionalidades, todo un éxito. Aplicaciones que supuestamente nos facilitan el quehacer, pero que están las más de las veces al servicio de un consumo desaforado y que puede terminar provocándonos angustia.

El éxito de esas ´start-ups´ se mide por el número de usuarios que consiguen en tiempo récord y, como consecuencia de ello, por los millones de euros o de dólares que están dispuestos a pagar luego por ellas otras empresas con más capital, casi siempre estadounidenses: como se sabe, el pez grande se come al chico. Recuerdo de mi experiencia de corresponsal en Estados Unidos que lo que más me molestaba siempre es cómo se medía y valoraba a las personas por los millones que ganaban al año sin que importase cómo conseguían el dinero. Ése era el éxito de tipos moralmente despreciables como Donald Trump, que se creían con derecho a comprarlo todo, atropellando a quien se ponía delante y arruinando el medio ambiente.

Esa obsesión por las cifras se refleja en el citado reportaje: más de 3,5 millones de usuarios usan ya una web española para encontrar empleo y diseñar carreras profesionales, cifra que se espera supere este año los 10 millones, se dice con respecto a una de esas empresas tecnológicas de nuevo cuño. O que en los tres últimos años, cien start-ups de nuestro país han logrado inversiones de al menos medio millón de euros cada una, y en el mismo período se han producido treinta ´exits´, como al parecer se conoce ya en la jerga a las ventas de compañías con ganancias.

Start-up, exit, growth hacking, product manager, equity gap. El éxito al parecer sólo puede escribirse en inglés, como se hace en el reportaje.

El vicepresidente de una de las empresas más exitosas explicó ese fenómeno: «En Silicon Valley todos se creen los reyes del mundo. Da igual que su empresa haga una aplicación para puntuar salchichas. El tío lo vende como si fuera lo más grande. Y terminas por creértelo». «Y acabas contagiándote y te vienes arriba». Aunque concluye: «Pero a los españoles nos cuesta, porque tenemos una cultura de mirar hacia abajo». Esto último tal vez tenga que ver con la filosofía de uno de nuestros genios más auténticos: el cordobés Lucio Anneo Séneca.