La gran ventaja de los partidos nuevos es el factor tiempo. Cuentan con el futuro a su favor, ya que representan la sensibilidad fragmentada y libre de una generación más joven. El futuro es para ellos el espacio de la utopía, precisamente porque carecen de un pasado que manche su credibilidad. El paso de los años suele ser inmisericorde. No sólo nos endurece la piel y los sentimientos, sino que a menudo nos convierte en prisioneros del cinismo. Los discursos de Rivera e Iglesias, repetidos una y otra vez por los medios de comunicación, llegan en cambio protegidos por un manto de inocencia, aparentemente limpios de corrupción. Se les puede atacar ideológicamente (el nacionalismo catalán tilda de «extrema derecha» a C´s y los conservadores llaman «bolivarianos» o «chavistas» a los cabecillas de Podemos), pero resulta mucho más difícil emplear argumentos personales en contra de ellos. Por eso pueden pontificar sobre la casta, porque sólo de un modo muy tangencial pasan por casta. Las presuntas corruptelas de un Monedero o de un Errejón se disculpan rápidamente, como si se tratara de peccata minuta. Ya se sabe que la ilusión perdona las pequeñas infidelidades.

Seguramente, dentro de tres o cuatro años, el panorama va a ser muy distinto. Entonces, Podemos y Ciudadanos contarán con experiencia de gobierno, tal vez en alguna autonomía, en muchas ciudades o quizás incluso en La Moncloa en forma de coalición. El contacto con la realidad desvanece muchas de las promesas de futuro y el pasado empieza a contar. En cualquier caso, la virtualidad de ambos partidos creo que consiste en romper con determinadas inercias que paralizan el flujo social. Cuando la rigidez y los vicios adquiridos asfixian el movimiento de una sociedad, se hace necesario algún tipo de shock externo como es la entrada en escena de nuevos actores. De otro modo, las aguas de la historia se estancan y se tornan insalubres.

Los de Iglesias aspiran a recuperar una conciencia social que era propia de la izquierda y que, durante décadas, capitalizó el comunismo. Los de Rivera apelan a la modernidad cosmopolita de los JASP de su generación. Los sondeos electorales nos dicen que, entre ambos partidos, van a obtener cerca de un treinta por ciento de los votos. Dudo que sean tantos, aunque, de todos modos, permitirían transformar en buena medida el debate social. Frente al utopismo de Podemos, el PSOE deberá rehacer su discurso y apostar claramente por la socialdemocracia escandinava, marcando distancias con un peronismo demagógico y pernicioso que se basa en el subsidio permanente de la sociedad. Con las propuestas de Garicano y de Conthe, Ciudadanos ha introducido una frescura en el debate económico que contrasta con la aburrida retahíla de tópicos de Montoro & Cía. Defender que hay que suspender la inversión en infraestructuras de alta velocidad ferroviaria no resulta un eslogan electoralmente popular, pero es, sin duda, una medida acertada. Como es útil discutir, por ejemplo, acerca de la conveniencia del contrato único de trabajo o de la capitalización o no de las pensiones.

Los nuevos actores políticos pueden facilitar un cambio importante en el debate político. Lo que interesa no es tanto la ideología como las cuestiones concretas: ¿están el PP y el PSOE a favor o en contra de la transparencia en los partidos? ¿En su modelo educativo se promueve la memorización o el trabajo en proyectos? ¿Qué tipo de universidad proponen? ¿Se está por más libertad o por menos? ¿Cómo van a solucionar el problema territorial? ¿Y los planes en infraestructura seguirán al albur del capricho electoral de turno o responderán a programas claros de rentabilidad económica y social? Necesitamos respuestas nuevas a debates antiguos, no porque lo nuevo sea mejor -en el caso de Podemos, sería claramente peor-, sino porque no se puede dejar que el agua de las reformas se estanque y deje de fluir.