Siempre he valorado la solemnidad de los desfiles procesionales. La belleza de los pasos engalanados con flores, el esfuerzo de los anderos durante el recorrido, el secreto nazareno que esconde su identidad bajo una túnica aterciopelada, la ilusión de los niños que desde pequeños forman parte de estos cortejos y el esplendor que aportan las bandas de música que les siguen. Siempre he valorado esa solemnidad y el respeto que debemos transmitir los que, postrados en una acera, somos partícipes de la representación pasional y bíblica que nos cruza por delante. Siempre, hasta que casi salgo con un ojo morado de uno de ellos€ La señora llega con su niño de la mano y, después de que tú lleves un rato esperando a la procesión, se te pone delante, aparta a los tuyos y todavía se molesta porque le pides educadamente que si se puede quitar de ahí. Que su hijo también tenía derecho a que le dieran caramelos, me dice€ ¿será por calle? Pues todavía se mantuvo un buen rato delante hasta que optó finalmente por largarse a la acera de enfrente y después, definitivamente, por desaparecer de mi vista.