Mientras los líderes del mundo libre paseaban su sombría hipocresía por las calles de París, la guerrilla islamista Boko Haram culminaba una letal ofensiva que le ha costado la vida a más de 2.000 personas, con un atentado perpetrado por una niña de diez años cargada de explosivos en el mercado público de una ciudad del norte de Nigeria. Eso sucedía durante la misma semana que revivía el pánico en la vieja y acomodaticia Europa, a causa de los ataques terroristas cometidos en la capital francesa.

Pero quizás esas tupidas fronteras infestadas de cuchillas que nos han de proteger de la miseria que se ceba en países demasiado exóticos como para tenerlos en cuenta, impidieron comprobar la auténtica naturaleza de ese odio que alimenta el fanatismo y, de esa forma, llegar a comprender la enorme magnitud del problema que supone el terrorismo internacional para nuestras apacibles vidas.

El objetivo de cualquier fundamentalismo es la destrucción de todo aquello que no se somete a sus principios ideológicos o morales. Hay muchas formas de ejecutar esa aniquilación, unas más sutiles que otras pero igualmente efectivas aunque no todas obtengan la reprobación que merecen. El fanatismo se expresa de diferentes maneras: desde someter a todo un pueblo al hambre para obtener provecho en los mercados financieros, arruinar a toda una sociedad con políticas ultraliberales que imponen exclusión, explotación y miseria, hasta acribillar a unos cuantos inocentes en nombre de algún dios o sus mezquinos profetas.

¿No es fanatismo lo que difunde la ultraderecha religiosa norteamericana a través de sus poderosas, modélicas y mediáticas sectas? ¿No lo es el que mueve a los ultras israelíes a humillar al pueblo palestino, alimentando esa respuesta airada de los intransigentes que proporcione nuevos argumentos para aniquilarlo? ¿O tampoco lo es el que anida en las bondadosas y proselitistas conciencias de quienes privan a las mujeres de los medios para controlar la natalidad y luego las obligan a parir si cometen un desliz, o sencillamente expulsan de sus empleos a quienes osan divorciarse y reprimen a los homosexuales como si fueran auténticos apestados? ¿Y no es fanatismo reprimir a los inmigrantes africanos en la frontera, y tratar como animales a los que logran traspasarla, para luego abandonarlos a su suerte en nuestras calles y que sean presas de las mafias que los obligan a mendigar o a escarbar en la basura, mientras malviven en arrabales insalubres?

El fanatismo de los poderosos estraga las vidas y las carreras de sus semejantes y asesina a distancia con bombas inteligentes. El de los pobres es más primitivo e impulsivo. Unos tienen mucho que perder y de ahí que calculen bien sus actos; los otros apenas nada, ni siquiera la propia vida les es valiosa. Sus líderes organizan y dirigen, los esbirros ejecutan; cada cual a su manera y con las armas que tienen a su disposición. Lo único que les asemeja son las víctimas: gente corriente y ajena a sus manejos que intenta sobrevivir en un mundo hostil.

¿Pues qué diferencia a los periodistas muertos en Francia con los cientos de asesinados en Nigeria, los miles de refugiados sirios que mueren de hambre y frío en Líbano, los palestinos e israelíes masacrados por las bombas de uno y otro bando, los millones de personas que fallecen de hambre en África o Asia a causa de la codicia de oligarcas sin escrúpulos, los miles de inocentes afganos, iraquíes, paquistaníes, e incluso los soldados de diferentes países que se han dejado la vida en una guerra sin fin y sin sentido en Oriente Medio, salvo para quienes sacan provecho económico de ella? Absolutamente nada.

Ese es el mundo de horror del que reniegan los millones de personas que llenaron las calles de París, los millones de personas que llenan todas las calles del mundo.

De poco sirve que sus líderes encabecen la marcha en busca de una fotografía redentora, cuando ninguno es capaz de entender que el germen de ese odio anida en sus propios países, desde el momento que imponen políticas opresivas y excluyentes que condenan a las minorías a una miseria atroz; como tampoco les empacha hacer negocios con las tiranías esclavistas del Golfo Pérsico, hechizados por el dinero amasado con el sufrimiento de miles de almas en pena, mientras los propios déspotas financian el yihadismo que se nutre de esos despojos humanos que producimos en nuestras confortables sociedades.

Por todo eso, antes de que el torrente de la actualidad difumine los contornos de la tragedia, y los cínicos políticos la aprovechen para imponer nuevas e ineficaces restricciones a la inmigración, desarrollar estúpidos controles sobre las minorías étnicas y religiosas, o justificar idearios segregacionistas o xenófobos, es preciso preguntarse sobre el origen de ese odio que corroe a los fanáticos. De ese modo será posible distinguir las fuentes de las que mana el alimento de la sinrazón y, entonces sí, trabajar para que esa dinámica se detenga de una vez por todas.

La violencia terrorista no es más que un síntoma atroz, la expresión extrema de un mal que pervive en lo más recóndito de nuestra naturaleza social. Sólo es preciso abrir los ojos y mirar a nuestro alrededor sin prejuicios, con la mente abierta y mucha generosidad. Y así, poniéndonos siquiera durante un minuto en el lugar de los excluidos comprenderemos que la miseria y el desprecio sólo engendran odio y furia. La violencia existirá en tanto no seamos capaces de entender y combatir sus causas últimas: el fanatismo de cualquier índole, y todo aquello de lo que se nutre. Cuando los políticos han demostrado su fracaso y su ineptitud es el momento de que la sociedad se proteja privando de argumentos a los intolerantes.

Quizás así seamos capaces de evitar que mueran más inocentes y vivir en un mundo más seguro y mejor.