Perdone que le moleste, pero voy a contarle una de neoyorkinos. A día de hoy, culinariamente hablando, casi todo el mundo entiende de fogones o incluso, me atrevería a decir, que hasta tiene un nivel medio. Hace veinte años nadie sabía de cocina mexicana o hindú, al menos, el que subscribe. Pero empecemos por el principio y vayamos por partes, como diría Jack el Destripador.

El 5 de julio de 1992 las tripulaciones de la carabela Niña, junto a los de la Pinta y la Santa María, nos encontrábamos atracados en el Pier 86 W de la ciudad de Nueva York, justo al lado del Intrepid, el portaaviones de la Armada estadounidense que hacía las veces de museo flotante en el lado oeste de la isla de Manhattan a orillas del rio Hudson. Los tres barcos habíamos arribado a la ciudad de los rascacielos el día anterior, provenientes de Norkfolk, Virginia, para conmemorar The Independence Day. Casi todos los buques escuela del mundo en formación, enarbolando sus jarcias con miles de banderines, nos hicieron un pasillo de honores para que pasáramos. Fue un desfile marítimo desde Staten Island, hasta Liberty Island , llegando las miles de embarcaciones pequeñas hasta The Dockside en la parte más septentrional de Manhattan.

Jamás se habían dado cita tantos barcos de época en un sólo evento, y la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América fue la excusa perfecta para que así fuese en las aguas del Estado de Nueva York. Desde el Consistorio neoyorkino nos consideraban a los marineros de las carabelas los latinos de moda, éramos los reyes del mambo. Por ello, el alcalde Dickinson, junto a la Sociedad Quinto Centenario, invitó a una pequeña representación de la tripulación para acompañarle en la cena a bordo del Intrepid, evento al que también asistió el príncipe Felipe de Borbón que, como la mayoría de nosotros, tenía en aquel entonces unos veinte años. El ahora Rey de España estaba ya en la ciudad de los rascacielos esperando a las carabelas acompañado por el resto de la delegación española, atláteres políticos y sus queridas. La gala tuvo lugar en la inmensa bodega-hangar, entre cientos de banderas estadounidenses y españolas. Corría el rioja, los langostinos de Sanlúcar y las cinco jotas, que parecía que había vuelto Mr. Marshall a Estados Unidos. Para ser francos, he de decirles que la gamba blanca de la bahía de Chesapeake, la del Teniente Dan de Forrest Gum, no era manca tampoco.

Aunque parezca lo contrario, en Manhattan es más económico desplazarse en limusina que en taxi si el servicio va a durar varios días. Por ello, las tripulaciones teníamos asignadas para los cambios de guardia matinales una de ellas que hacía el servicio de transporte desde el hotel hasta los barcos y vuelta todos los días. Un trayecto de poco más de tres millas que hacíamos en un Lincoln viejo y negro, pero también grande, apestoso y ruidoso como él solo.

Al día siguiente, tras el ágape, tras dar buena cuenta del ron dominicano y acabar con la paciencia del grupo de blues en el Intrepid, pidiéndoles que se soltaran por Camarón, me tocaba guardia en la Niña. Desperté en el hotel un tanto perjudicado y llegaba tarde al barco. Sin darme tiempo a desayunar y con un fuerte dolor de cabeza, salí corriendo por la puerta más cercana a los ascensores que daban a la Quinta Avenida.

Vi que la limusina, en vez de ser la negra y vieja, era blanca y mucho más nueva. Pero no le di importancia alguna a ese pequeño detalle, abrí la puerta, saludé al chófer, me subí y le dije que iba a la guardia. Me acomodé en el mullido asiento corrido de la limusina y me quedé durmiendo la tajada al minuto. Pasada una media hora, me desperté en el aeropuerto internacional La Guardia en Queens, al otro lado de Manhattan, en el East River, con un taxista cruzado de brazos esperando que le pagara los más de cien dólares que costaba el trayecto.

Resacoso y atónito al ver dónde me encontraba, le pregunté al hindú que dónde conejo me había llevado. A lo que él, extrañado y calentándosele la tráquea, me espetó que a La Guardia (llamado así por el antiguo alcalde Fiorello La Guardia), que le pagara y que me dejase de historias.

La mayoría de norteamericanos tienen cuatro palabras para pasar el día, como dice un docto compañero de la indecencia docencia, pero he de confesarles que la culpa fue mía. La Guardia se pronuncia igual en inglés que en español y el taxista asiático no iba a entrar a razones. Ese día me costó llegar a trabajar más de 200 dólares americanos de la época, además de una bronca monumental del contramaestre por llegar tarde.

Por esto, cuando volví al hotel a la noche siguiente, y aprovechando que la ciudad nunca duerme, me pasé por un Deli Market antes de subir a la habitación y tragarme unas pelis por cable gratuitas que había jaqueado mi amigo Gus, que para eso había estudiado Teleco. Me acerqué a la zona caliente de comida preparada del establecimiento y vi unas cantidades enormes de calamares a la romana calentitos que estaban esperando a que me los comiese. Le dije al chino, mientras me acercaba a la nevera a por media docena de tercios de Foster helados, que me pusiera un kilo, que me iba a poner más bonico que un San Luis.

Cuando iba de camino al hotel vi que los calamares ocupaban mucho espacio en la bolsa y pesaban poco, pero no le di importancia. Al llegar la hora del primer bocado, sentado frente al televisor con una Foster Lager helada en una mano y el tenedor de plástico en la otra... me di cuenta de que había comprado una ´porrá´ de aros de cebolla rebozados. «Mecaguentoloquesemenea», en Nueva York no vendían calamares a la romana y yo no sabía qué eran aros de cebolla, es más, odio la cebolla. La próxima vez buscaré a un CSI para que diseccione la comida antes de adquirirla.