Todo fin de ciclo se identifica por los cambios más o menos traumáticos que sufren los sistemas socioeconómicos vigentes en el momento que se produce. El actual es fruto de la regeneración del modelo capitalista clásico que se llevó a cabo tras la II Guerra Mundial, y hace un par de décadas comenzó a demostrar los primeros signos de decadencia. La crisis económica de 2008 significó el hito catártico que ha precipitado el gran acontecimiento, y la reciente victoria del socialismo real en Grecia marca el inicio del proceso que determina el nuevo tiempo que se avecina. Es pronto aún para fijar plazos, pero sí es posible percibir que se caracterizará por el renacimiento del Estado-nación, en detrimento de un proyecto paneuropeo que muestra claros síntomas de agotamiento.

El principal objetivo del partido vencedor en Grecia es devolver la dignidad a sus ciudadanos, defendiendo sus intereses por encima de los dictados de Bruselas. Un empeño encomiable basado, no obstante, en un principio nacionalista que explica el respaldo obtenido por su líder de la formación política que representa ese sentir, a pesar de que partan de preceptos ideológicos antagónicos. Habrá que ver cuál es el método que emplean para llevar a cabo sus planes, pero lo que está claro es que marcará un estilo del que se nutrirán otros proyectos políticos similares en el resto de Europa.

El de Grecia es quizás el caso más llamativo hoy en día, pero no significa más que el éxito del movimiento nacionalista que se extiende por toda Europa. La crisis de 2008 reveló la incapacidad de los Gobiernos y de la propia Unión Europea para preservar el Estado del Bienestar, base fundamental sobre la que se edificó un proyecto solidario que pretendía reforzar las fortalezas económicas del continente y procurar prosperidad a sus habitantes, y exacerbó el conservadurismo de los ciudadanos desarrollado durante los años de prosperidad de principios de siglo.

De repente, la Unión Europea ha pasado de representar un estado providencia a ser una organización gendarme. Desde el momento que asume el paradigma de la austeridad como medio apropiado para hacer frente a las dificultades económicas, se produce la ruptura del equilibrio solidario entre las naciones acreedoras (el norte pudiente) y las deudoras (el sur menesteroso), con los países del antiguo bloque soviético como convidados de piedra en esta pugna de intereses, recelando de sus consecuencias.

La incapacidad de la Unión por restablecer el orden económico y fiscal favorece la introspección de los Estados, más preocupados ahora por resolver sus problemas domésticos que en contribuir al desarrollo de las políticas comunitarias, las cuales se aceptan a regañadientes. Ese retraimiento alimenta el resurgir del nacionalismo en sus diferentes acepciones.

Ese sentimiento se expresa de forma distinta según las consecuencias que esa crisis le ha acarreado a cada país. Así, las sociedades más pudientes prefieren un nacionalismo proteccionista que les garantice a sus naturales la estabilidad frente a injerencias externas: es el caso de los países escandinavos, Francia, Reino Unido, Holanda y Alemania, donde los partidos de extrema derecha han adquirido una importancia fundamental, basando sus programas en premisas xenófobas y un europeísmo condicionado a sus aspiraciones.

Mientras, en los países más castigados por la crisis se desarrolla un nacionalismo reaccionario fundamentado en los preceptos de la izquierda clásica que aspira a recuperar el bienestar social, renunciando a las imposiciones del capitalismo más ortodoxo y sacudiéndose la tutela de unos organismos internacionales que se perciben como los responsables del deterioro de las condiciones de vida de sus ciudadanos.

Un tercer tipo de nacionalismo de corte más tradicionalista se extiende por algunos de los países del antiguo bloque soviético, en los que conviven diferentes grupos sociales y étnicos, y cuyo objetivo es preservar los intereses de la comunidad mayoritaria. Se trata de un nacionalismo supremacista a cuyos dirigentes no les empacha desafiar a las normas de convivencia establecidas por Bruselas, con políticas segregacionistas que llegan a vulnerar los derechos humanos. Hungría es un claro ejemplo, pero esa tendencia se empieza a imponer en otros países como Rumanía o Eslovaquia.

En tales circunstancias, Syriza no es la peor de las amenazas que acechan a la estabilidad del viejo continente, aunque sí que podría convertirse en el catalizador de ese nacionalismo más indeseable si los países acreedores se avienen a aceptar el órdago del nuevo Gobierno griego en relación a la deuda que mantiene con ellos.

La actual situación lleva inevitablemente a recordar el estrepitoso fracaso de la Sociedad de Naciones durante el periodo de entreguerras del siglo pasado. Creada en 1919 para preservar la paz en el mundo, fue incapaz de impedir el auge de los nacionalismos en países como Alemania, Italia, Japón, Francia e incluso España, dando lugar a una nueva y destructiva contienda mundial, sólo 20 años después de que acabara la anterior.

También se debería recordar que aquel conflicto tuvo como preámbulo una crisis económica demoledora, a la cual tampoco supieron las naciones dar respuesta, acarreando no poco sufrimiento y alimentando el resentimiento de unas sociedades que, ayer como hoy, se sintieron desamparadas por sus gobernantes.

Aquellos sucesos marcaron el fin de un ciclo, igual que hoy nos enfrentamos a otro cambio crucial en nuestras vidas. Son tantos los aspectos semejantes que impiden no trazar un inquietante paralelismo entre lo sucedido en aquel momento y lo que pasa ahora en Europa, que resultaría incomprensible que las autoridades europeas no tomen las medidas adecuadas para evitar males mayores.

Sobre todo cuando cada vez parece más claro el agotamiento de la estructura política tradicional en los diferentes países que forman parte de la Unión Europea. Hay demasiado en juego como para andarse con titubeos, sobre todo cuando los ciudadanos ya han demostrado su hartazgo. El caso de Grecia es sólo un aviso de lo que puede suceder en otros países de Europa durante los próximos años. No atenderlo como se merece sería un error imperdonable que podría acarrearnos funestas consecuencias.