El ser humano ha tenido siempre la obsesión de controlarlo todo, porque considera que el control le da poder y, ya se sabe, cada vez trata de ampliar su capacidad de decisión sobre los demás. Porque entra dentro de lo razonable intentar controlar cada uno la soberbia, la avaricia, las pasiones desaforadas, la ira, el miedo; y que el poder público controle a los ladrones, los asesinos, los estafadores, los defraudadores. Pero otra cosa es intentar controlar a los vecinos, y en eso tenemos un buen ejemplo en las administraciones públicas. Lo que ha sorprendido sobremanera es el resultado del estudio sobre los jóvenes y la violencia de género que revela que una tercera parte de los jóvenes considera inevitable controlar a su pareja y decirle lo que debe hacer, incluso prohibirle ver a su familia o a sus amigos. Y sorprende porque tradicionalmente los jóvenes son los que suelen buscar con más denuedo los espacios de libertad. ¿Estamos ante un cambio sociológico en el que los celos y la posesión vuelven a ocupar un lugar predominante en las relaciones amorosas de los jóvenes o se trata de una situación coyuntural que irá cediendo?