Perdone que le moleste pero, tras despacharme políticamente hablando la semana pasada, voy a contarles una de piratas para enfriar un poco el caldo. Les voy a relatar lo que me ocurrió en el Mar Caribe hace ya veintidos años siendo tripulante de la carabela Niña. Por motivo de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América me encontraba embarcado cómo marinero en la más pequeña de las naves de Colón, la réplica de la Niña construida por el ramo de casco de la empresa nacional Bazán en Cartagena.

Amanecía un día tropical de finales del mes de diciembre de 1992. Navegábamos rumbo al Castillo del Morro, fortaleza mítica que recibe a propios y extraños a la entrada de la bahía de San Juan de Puerto Rico. Estaba adujando unos cabos en la toldilla de popa cuando aproveché un descuido emocional del comandante para pedirle un permiso; puse la cara de pena más creible que tengo, le dije que en diez dias era mi cumpleaños y que me gustaría volver a España y ver a mi novia. El capitán, pasado un momento, me miró y dijo: «Tienes cinco días».

Tras el atraque me dirigí al aeropuerto de San Juan. Tomé el primer avión hacia Miami, de allí hacia Atlanta y posteriormente con Delta en un vuelo trasatlántico a Madrid. Finalmente llegué al aeródromo de San Javier en Murcia dos días más tarde.

Qué quieren que les diga, fue llegar a Cartagena y ante tal cariñoso recibimiento me vine arriba. Al ver a mi novia, el calor familiar y los amigos cambié el billete para quedarme cinco días más, a sabiendas de que me caería la del pulpo. Sabía que podía encontrarme con las carabelas en Mayagüez, al oeste, antes de cruzar el Canal de la Mona, conocido por estar infectado de tiburones, recibir la bronca del comandante, contrarrestarla en la medida de lo posible contándole una película de indios y desde allí partir hacia las Islas Vírgenes Americanas para rodar la película de Ridley Scott que teníamos prevista. Más tarde navegaríamos hasta llegar a la República Dominicana y Haití y posteriormente subir hasta Miami, Fort Lauderdale y Saint Augustine.

A mi vuelta, después de cuatro aviones y dos largos días de viaje, mi petate y yo entramos en la marina más grande del Caribe. Me reconocieron al llevar el uniforme del V Centenario. El personal vino hacia mí con agitación. Me dijeron que el día anterior había habido un motín a bordo de la carabela Pinta y los barcos, tras un gran revuelo, habían partido remolcados y prácticamente sin tripulación, la cual se había quedado en tierra. No habían siquiera informado de su rumbo a Capitanía Portuaria. De pronto me encontré en un pais extranjero y sin visado. Contacté con el cónsul español en Miami, pero no me supo dar datos de la posición de los barcos.

Volví al aeropuerto de San Juan y busqué una compañía que volara hacia el Mar Caribe. Sabía que la película sobre Colón de los hermanos Salkind, productores de Hollywood, se iba a rodar en las playas de las Islas Vírgenes, pero no con exactitud en cual, ni por dónde estarían navegando los barcos. Empecé por sacar un billete de avioneta hacia Saint Martin. Volamos en la cessna el el piloto negro zaíno de dos metros de altura y uno más de mala leche, un judio con su maletín esposado a su mano izquierda y yo. Llegamos sanos y salvos tras un vuelo de más de dos horas.

En el aeródromo de pista de tierra y tras los trámites de inmigración, alquilé un coche y me recorrí la isla en dos días, bajando a pié a las calas y acantilados para ver si divisaba los barcos fondeados. Comía en restaurantes regentados por isleños de mala muerte y las noches las pasaba en unos tugurios que sacarían a mi madre del coma. Al tercer día tomé otra avioneta Piper hacia Saint John, esta vez me acompañaban unas turistas canadiendes de generosos balcones. Esta isla era mas pequeña y en día y medio comprobé que no estaban las dos carabelas y la Nao.

Tras tres noches y cuatro días de búsqueda, aterrrizé por tercera vez sobre la pista del aerodromo de Charlot Amalí, en Saint Thomas, la capital de las US Virgin island. Era de noche, le pedí al taxista que me llevase a un hostal barato que la Américan Express se me estaba muriendo de puro agotamiento. Cuando apagó el motor delante de un tugurio mal iluminado y unas escaleras tétricas y empinadas, pensé que o bien me rajaba ahí mismo o me iba a poner mirando al norte el ojo oscuro. Me asusté tanto que pensé que el barrio era un decorado de la película de Robert de Niro: El corazón del ángel. Le dije al chófer que «ancha es Castilla» y que saliera zumbando a un buen hotel a la voz de ¡ya!

A la mañana siguiente desperté en un hotel de lujo en el interior de la Marina. Desayuné y alquilé una motocicleta. Busqué por todo el perímetro que rodea la isla buscando las carabelas, pero nada de nada. Despues de una semana de búsqueda, desanimado y con cierto miedo, quise volver a España. Pensé que me iba a ir como un buen español: con una buena tajada en un bar. Dicho y hecho: busqué un tugurio caribeño donde me puse más bonico que un San Luis.

A las tres de la mañana, un tanto perjudicado, conocí a una señora de titantos años que, por cierto, me tiró unos tejos que un poco más y hasta me hace sangre. Tras decirle que yo era carnívoro, que solo como amigos, me dijo que se iba a acostar sola y ´pronto, ´porque era la secretaria de los hermanos Salkind y a las seis de la mañana se tenía que embarcar en una lancha rápida para llevar a la localización de exteriores a unas carabelas que venían rumbo a la isla para su última película.

Dios es grande. Nunca hay que perder la fe ni la cartera.