Debo reconocer que, por primera vez, atisbo cierta esperanza de cambio en el seno de la tradicional y en muchos aspectos arcaica Iglesia Católica. El papa Francisco ha generado, con sus declaraciones que se cuentan por titulares de portada en los periódicos por lo revolucionario de su planteamiento (recuerden su frase sobre los gays: ¿Quién soy yo para juzgarlos?), una oleada de esperanza entre los cristianos que esperan desde hace tiempo (demasiado) una reforma en profundidad de su Iglesia. El pasado lunes el papa volvía a dar un paso, yo diría de gigante, en ese camino de cambios, cuando, tras su visita a Filipinas, consideró que, «para ser un buen católico, no hacer falta tener hijos como conejos». Lanzó así un misil justo a la línea de flotación de ciertas ´facciones´ católicas que ven a las mujeres como conejas (su única función en la vida es parir). Es un gran paso pero aún insuficiente. Para redondear, deberían dejar de demonizar el uso de anticonceptivos, sobre todo en los países más pobres donde un preservativo puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.