Pasada la emotividad de los atentados de París, se ha ido desplazando la línea. Primero servía para dejar al otro lado de ella a los terroristas, luego fue surgiendo una franja gris, de los que condenan el terrorismo pero reprochan los excesos de la libertad de expresión, y ahora, dejado atrás a toda prisa el duelo por los muertos, separa a los que son Charlie de los que no son Charlie, o sea, los que defienden a ultranza la libertad de expresión, de los que piden que ésta respete en todo caso los credos religiosos. Sin embargo para cualquier persona adscrita a nuestra cultura cívica la cosa debería estar clara: el único límite a la libertad de expresión lo marcan las leyes humanas, elaboradas por los órganos legislativos, no las divinas, elaboradas por quienes se atribuyen la representación del dios de cada credo. Si no tenemos esa fe, que al final es en nosotros mismos, vamos listos.