Hasta finales de los años ochenta, una de las profesiones más prestigiadas y atractivas para los universitarios españoles era la de profesor de instituto. Socialmente muy valorada, por la dificultad de unas oposiciones muy duras y exigentes, no la pantomima patética que hoy constituyen, los catedráticos y agregados de Bachillerato gozaban de independencia, no tenían que hacer el meritoriaje tantas veces humillante de la endogamia universitaria a partir de la LAU y la LRU, y, por tanto, no le debían nada a nadie. Habían llegado allí por mérito y el estudio. Enseñaban lo que amaban y además lo hacían con alumnos de unas edades fundamentales, entre los catorce y los dieciocho años, aquellas en que comienza a ser consciente la vida intelectual y se forman gustos y afinidades definitivos. Era, pues, una profesión feliz, sin rencor, de la que nadie quería irse. ¿Qué ha pasado para que, veinticinco años después, todo el mundo haya salido jubilando de ella en cuanto ha podido y, como señalaba recientemente un terapeuta en las páginas de La Opinión, se haya convertido en la profesión más estresante de España? Pues pasaron, primero, los socialistas y su LOGSE, los psicopedagogos, la incompetencia seguidista del PP, y, sobre todo, los sindicatos y el mito del Cuerpo Único, ese afán de medrar a través de la presión sindical y política que destruyó el mérito y, con él, a España. La entonces Enseñanza Media fue despersonalizada, convertida en sándwich docente, fusionada en su representación sindical con cuerpos de características y méritos muy diferentes, y con ello, por su condición minoritaria en votos, condenada a ser el saco de los golpes hasta llegar a la situación actual: conflictividad en las aulas, ratios y carga lectiva insufribles y disparatadas frente a otros cuerpos, y salarios con subidas lineales para todos y bajadas porcentuales siempre mayores para los licenciados. Y es que nunca tuvieron representación sindical propia. Ahora llega SPES, un sindicato de profesores de instituto. Que haya alguien que, al menos, señale con el dedo al rey desnudo.