En la fábrica, Ramírez revisaba al azar algunas de las miles de piezas que se amontonaban en las cajas. El ingeniero había tenido especial cuidado en esta ocasión y no quería más fallos. Mejoró la aleación con el fin de que no volvieran a quejarse de que las balas se fundían al impactar. Y por fin, el nuevo pedido estaba preparado para viajar de Ciudad Real a Burgos, donde las piezas se montarían hasta formar las carcasas. Después, otro viaje a Extremadura, a llenarlas con explosivos, y, por último, un vuelo hacia Líbano, creía haber escuchado. De cualquier modo, a él le costaba ubicar ese país en un mapa. Lo cierto era que conseguir estos pedidos había sido un golpe de suerte para la metalurgia, por la que hace sólo unos meses nadie daba un duro. Ramírez, con cierta satisfacción, acudió a almorzar mientras aguardaba la llegada del ingeniero. En su cabeza decía adiós a la crisis mientras mojaba una magdalena en un tazón repleto hasta el borde, con mucho cuidado de que la leche no se derramara sobre la portada del periódico, ilustrada con un niño ensangrentado en algún lugar de Oriente Próximo.