Hay una poesía de la nostalgia, del recuerdo de un pasado que el poeta añora, bien por pertenecer a un territorio ya inexistente en la realidad o bien porque el peregrinaje de su vida le conduce hacia tiempos pasados donde se reencuentra para sentirse bien. Esta nostalgia anda presente en la mayoría de los poetas del exilio desde una inquietud que sobrecoge en el caso que hoy comentamos.

Se trata del poeta Rafael Alberti quien, con su esposa María Teresa León, huye al final de la guerra española que provocó el incivil y traidor golpe de Estado del fascismo franquista. En su primer viaje a Francia, donde, hospedado en casa de Pablo Neruda y Delia del Carril, le proporcionó un trabajo en una emisora parisina donde escribió La paloma («Se equivocó la paloma, se equivocaba...»), a la que puso música Carlos Guastavino una vez que el poeta publicó el libro Entre el clavel y la espada en 1941, editorial Losada (Buenos Aires), y que no era sino el primer contacto poético con la desmembración de un pueblo derrotado, que no vencido, que se exilió al país vecino, desperdigado, herido en su alma, confundido, desorientado por aquel mundo que le rodeaba y en el que quedaba preso de su propia libertad para escapar y regresar a su territorio, para volar, provocado por el sangriento golpe militar.

No será el único poema que Alberti escriba y tenga una relación directa con la soledad, el exilio y la nostalgia de su infancia, de su juventud y hasta de la vida que quedó herida en todo su esplendor hasta cuarenta años después, restaurada la democracia, con su vuelta definitiva a España. Lo hizo él y lo hizo María Teresa León en aquel libro inolvidable, Memoria de la melancolía. Ambos sentían la necesidad de revivir en la escritura el pasado, desde un presente de la pena no enterrada, de la inquietud y de la contumaz nostalgia. Pero aquí, y hoy, quiero recordar aquellos hermosísimos versos del poema gaditano donde el retorno, su retorno de lo vivo lejano, se hace eco lírico. Se trata del poema del destierro Canción 5 de su libro Canciones y baladas del Paraná, escrito en su exilio en Buenos Aires, que no sería el definitivo sino hasta que, antes de regresar a España, viviera en Vía Garibaldi, en el Trastévere romano, para estar más cerca de su tierra.

El poema dice así: «Hoy las nubes me trajeron, / volando el mapa de España. / ¡Qué pequeño sobre el río, / y qué grande sobre el pasto / la sombra que proyectaba! / Se le llenó de caballos / la sombra que proyectaba. / Yo, a caballo, por su sombra / busqué mi pueblo y mi casa. / Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba. / Y el agua que no corría / volvió para darme agua».

Poema de la añoranza, memoria de una nostalgia, emoción de una estética contenida en lo íntimo, insuperable autobiografía de la emoción, imagen detenida en la esperanza simbólica de que nada ha cambiado en el patio de su casa, evocación de la poesía del destierro que era también de la exaltada en la continencia de la poética de Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, la de Luis Cernuda o la de César Vallejo, la de Pablo Neruda o la de los grandes poetas peregrinos, arrancados de sus países, de su casa, de su juventud aún no consumida. Se trata de la fundición semántica del tiempo vivido y el tiempo evocado, del espacio que ocupa una nube en el enorme río Paraná, de un caballo alado en el que el poeta busca su casa y su patio, que es su patria, hasta llegar a la cuna de la poesía, la fuente del agua que ya no sonaba pero que en la poesía, el agua de su casa de su patio y de la fuente, vuelve, para darle agua.

Poética de la nostalgia, canción perfecta para consolidar, con brevedad inusitada, el lirismo combativo de la emoción íntima que aquellos poetas andaluces que quedaban aquí, si es que había alguno que escribiera sin confundirse como aquella paloma desterrada, podían comprender: como un pregón donde palabra y símbolo se eternizan en la levedad de una sutil y estremecedora universalidad de la memoria.