De momento, el mapa de Escocia no va a cambiar. Como tampoco parece previsible que cambie el de Cataluña tras el 9N. La victoria del no en el referéndum va a tener, como se esperaba, un efecto rebote. Además de alejar la posibilidad de secesión para Escocia, al menos durante una generación, desarbola las pretensiones de otros independentismos europeos, entre los que se encuentra el catalán.

Pero podría haber sido de otro modo. Los territorios siguen ahí, los mapas cambian. Y en caso de haber ganado el sí, el del Reino Unido habría aparecido hoy amputado de casi un tercio de su territorio. No hay más que echarle un vistazo a un mapamundi de principios del siglo XX para comprobar cómo puede cambiar la cartografía política. En 1945 había unos sesenta países en el mundo; hoy contamos con algo más de 190. Los mapas no son, aunque lo parezcan, fotos fijas, inamovibles, sino representaciones cambiantes que a lo largo de la historia se han modificado a golpe de guerras, de revoluciones, de matrimonios concertados, de uniones dinásticas; y que hoy en día, en las sociedades democráticas, sólo se deberían poder cambiar al amparo de la ley y de las urnas.

Estoy convencido que, a groso modo, lo que ha ocurrido en Escocia es lo mismo que podría ocurrir en Cataluña si se celebrara la consulta: que a la hora de la verdad los votantes rechacen la aventura independentista. Una cosa es sentirse escocés o catalán, manifestarse alegremente por las calles de Edimburgo o de Barcelona, y otra depositar una papeleta cargada de incertidumbre en la urna. La diferencia reside en que Cameron, con su órdago casi suicida, ha cerrado el caso escocés durante décadas; y Rajoy, con su inmovilismo incomprensible, deja abierto en canal el caso catalán sine die.

No cambia el mapa de Escocia ni el de Cataluña, pero sí puede cambiar el de la región, al menos el electoral. El otro ya cambió cuando dejó de ser biprovincial y de englobar a Albacete. Con los datos de las últimas europeas, el PP perdería su mayoría absoluta, así que se ha propuesto modificar la ley electoral y las circunscripciones electorales para que esto no ocurra. Lo que le quitan democráticamente las urnas quiere que se lo de por ley el BORM. Es su forma de aferrarse a un poder absoluto que se le empieza a escapar.

Andalucía, por poner un caso, con 8,5 millones de habitantes y ocho provincias tiene ocho circunscripciones electorales, una por provincia. Murcia, con 1,5 millones de habitantes y una sola provincia cuenta con cinco, y si la propuesta de Garre prospera, contará con siete, ocho o quince, vaya usted a saber. El pretexto que justificaría el cambio desata la risa floja: acercar los ciudadanos a sus políticos.

La verdadera razón de esta 'balkanización' electoral de la región, sin embargo, no es otra que conseguir ventaja partidista. Hacer que el partido mayoritario actualmente en la región obtenga mayorías absolutas holgadas con porcentajes globales ridículos. Y seguir profundizando en la falacia de que a unos les cueste un diputado regional 10.000 votos y a otros 50.000. No son, pues, más circunscripciones lo que necesita Murcia en las elecciones autonómicas sino una única, mucho más representativa.

Sólo el temor a un mayor castigo en las urnas hará desistir al PP de darle otra vuelta de tuerca al sistema electoral que impera en la región, ya de por sí injusto. Y lo peor de todo es que para cambiar este mapa en beneficio propio y en detrimento del territorio y de sus gentes no necesitará ni referéndum ni modificar el Estatuto de Autonomía. Le bastará con su actual mayoría en la Asamblea. Siento contradecir a Houellebecq, no siempre el mapa es más interesante que el territorio. En este caso, incluso, no sería más que una burda representación del mismo.