Todos somos, en alguna ocasión, personajes, actores de una obra protagonizada por nosotros mismos, opereta sin guión, improvisada, cotidiana, o sea, la vida.

Todos hemos sido, aunque sea medio soñado, bucaneros y náufragos intrépidos, Gulliver o Robinson Crusoe o Nemo. Hemos navegado en busca de islas misteriosas y secretas en las que perdernos o escondernos de ese terrible e incomprensible mundo de los adultos. Yo incluso recuerdo haber sido un batauto. Era la época feliz en la que nos transformábamos en personajes de Verne o de Salgari. Todavía, nuestra incipiente dualidad se inclinaba en la balanza hacia un idealista y loco Don Quijote aventurero y ebrio de sueños. Pero los años pasan y el más realista Sancho Panza comienza a engordar nuestra tripa de pragmatismo y prudencia, nos aparecen el sentido común y los refranes que le dan algo de lógica al mundo, pero lo estropean ya para siempre.

Llega la adolescencia y el primer amor, que es como una bochornosa enfermedad que sufrimos en silencio. Ahora seremos Romeo o Julieta o el desdichado Werther. Nos creemos invencibles y capaces de todo, eso sí. Pero nuestra personalidad todavía endeble y melancólica, se columpia entre un mundo y el otro. La llaman crisis de identidad o edad del pavo; nos afiliamos a grupos urbanos, indecisos, bailando entre ser Hyde o Jekyll. Muchas hormonas, que además pueden ser bombardeadas por el abuso de alcohol o drogas, nuestros primeros viajes por los paraísos artificiales del País de las Maravillas o el inquietante Mundo de Oz. Pero son viajes con retorno, en la mayoría de los casos; experiencias, fantasías de las que se acaba por despertar.

El tiempo vuela. Estás en la universidad. Ya comienzas a echar la vista atrás, aprendes la nostalgia y acumulas un evanescente pasado. Creces, sí, creces, no eres Peter Pan. Solo un hombre o una mujer que necesita realizarse y encontrar su lugar en la vida. Sabes, ya de un modo irremisible, que la Historia Interminable sí tiene un final. No, no eres Atreyu ni Bastian, eres tú, simplemente tú. Los unicornios y las hadas han muerto.

Encuentras un trabajo y formas una familia. Los cuentos de Pulgarcito no te los cuentan. Ahora tú los cuentas. Casi te olvidas de ellos y de la bruja malvada o del demonio tentador. Hasta que llega tu primer día en la oficina y descubres que tu jefe huele a azufre y se llama Mefistófeles. Te ofrece un pacto: un sueldo exiguo a cambio de tu alma. No lo puedes rechazar.

Algunos de tus compañeros, no todos, por supuesto, pero algunos tienen un extraño acento rumano y rehúyen la ensalada de ajo y los espejos. Te quieren chupar la sangre o la energía y deberás aprender a caminar por la vida con la determinación de Jonathan Harker o Van Helsing, evitar las cenas en castillos después de medianoche y otras comprometedoras situaciones si quieres seguir con vida.

La vida te cambia. La odisea es dura y te cambia el carácter, Ulises.

Pero vas encajando, encontrando tu lugar en el mundo. Todo es distinto a como un día soñaste. Pero te acostumbras, qué remedio. Aún quedan muchas aventuras por vivir, la vida, con sus vicisitudes, puede ser divertida. A pesar de que en ocasiones la realidad te absorba y temas despertar una mañana convertido en un monstruoso insecto. Pero te aferras a un resquicio, a un sueño y aunque nada parezca tener sentido y el absurdo más contumaz se apodere de ti, sabes que hay un final feliz reservado para ti, a la vuelta de la esquina. O de la página.