En un rincón donde el sol luce en todo su resplandor -tanto como los destellos de la publicidad que lo dibuja como un paraíso- las sombras dominan. Cegados sus ciudadanos, los mandamases acechan tras los cristales tintados de sus potentes carros y horteras gafas. Impotentes, los habitantes comprueban día tras día cómo su energía -no solar precisamente- se transforma en empobrecimiento. Todos los rayos confluyen para dinamitar la educación, la sanidad y la ayuda a los más desfavorecidos y mayores, opacando la existencia. Mala fotocopia del imperio del sol naciente, los trabajos ya no garantizan un sueldo decente sino indigente. Por unas pocas rupias, su reflejo forma dos castas: la dominante y la endemoniada.

Con un rey dinero rodeado de su caspa de siempre, corrompidos al sol que más calienta, y unos súbditos que no encuentran el cobijo que creen hallar los miles de turistas. Condenados a los que van a tostar su piel, intentan enmascarar la miseria con una sumisa sonrisa. En permanente genuflexión, ocultan también que los vertidos del hermoso hotel comparten baño con los huéspedes. El azul del cielo acoge episodios burbujeantes de suciedad y bajo la fina arena se barren los restos de colillas y desperdicios del progreso.

El objetivo, no obstante, es que ningún foráneo, con su correspondiente pulsera, vea más estrellas y espacio exterior que las cuatro paredes del mastodóntico albergue. Muros interiores y exteriores sobre los que plomizamente cae el sol y donde declina el verano, la libertad, la dignidad y la vida.