No hace falta tomar un avión para desaparecer. Ni es preciso abrir el aeropuerto de Murcia para que los aviones desaparezcan. Ser dominguero o veraneante de bajos vuelos te permite atisbar, desde tu minúscula ventana, el tránsito urbano y playero, donde tanto en una como en otra atmósfera se respira y escucha que este verano hay poca gente. Miras al trasluz las sombrillas y observas como hasta el aeroplano publicitario sobrevuela la arena en vez del agua, buscando a la tropa. Y cuando se trata de reponer fuerzas encuentras compartimento a la primera, con indiferencia de la clase que posea el restaurante. De vuelta al asfalto, en tu vuelo rasante diario te vas topando con comerciantes que salen a fumar y a tomar el fresco, apuntando a una reducción del personal con respecto a otras campañas. El fenómeno es aún mayor en regiones como Murcia, donde sólo aumenta el número de imputados mientras, como es obvio, disminuyen los ciudadanos. En la zona VIP suben los billetes y en el de las inmensas mayorías bajan, como muestran las balanzas fiscales en donde los murcianos han reducido su saldo 380 millones de euros. Se difumina la financiación a pesar de que la pobreza exhibe, con todo esplendor, su trágico perfil. Como quiera que las agencias de viaje tampoco levantan el vuelo, habrá que concluir que la economía sumergida, el calor o el miedo no nos deja levantar cabeza. En vez de intentar cambiar el rumbo con el poco combustible que ya nos queda, desaparecemos como los avestruces para no ver como se desmorona todo a nuestro alrededor, no sólo los aviones y la esperanza que abaten la guerra (Ucrania) y las injusticias (Gaza).