Esta crisis que estamos sufriendo es también una crisis europea. El marasmo económico que desde 2008 atraviesa la Unión Europea ha puesto de relieve sus carencias estructurales y la falta de una dirección política común capaz de afrontar los retos impuestos por el elevado paro, las migraciones, la deuda o los fuertes desequilibrios entre países miembros.

Las próximas elecciones del 25 de mayo se plantean en nuestro país más como un plebiscito a las políticas de austeridad del Gobierno que como una genuina intervención democrática sobre el rumbo de la Unión Europea. La tutela de la Troika sobre nuestra política económica, el pago de la deuda a los acreedores internacionales o la política fiscal europea serán debates desplazados, cuando no silenciados, por el habitual simulacro bipartidista. Y ello no sólo porque PP y PSOE estén de acuerdo en lo fundamental, como pusieron de manifiesto con la reforma ´express´ de la Constitución (auspiciada, por cierto, desde instancias europeas), sino también porque dichas cuestiones son consideradas, desde los propios centros de mando de la UE, como aspectos técnicos sobre los que no cabe apelación ciudadana. No por casualidad el único organismo europeo que puede proponer leyes, el llamado Consejo Europeo, nunca se somete a elecciones. El Parlamento europeo, como es sabido, no tiene capacidad de iniciativa legislativa.

El historiador Perry Anderson cuenta en su último libro (El Nuevo Viejo Mundo, Akal) cómo Friedrich Hayek, apóstol del neoliberalismo y crítico furibundo del intervencionismo social de posguerra, concibió una estructura constitucional europea situada por encima de las naciones, con el objetivo de limitar la influencia de los sectores populares y las demandas democráticas. Hoy, 22 años después de la firma del Tratado de Maastritch, podemos decir que esta Unión Europea se parece más al Estado mínimo posnacional propugnado por Hayek que a la Europa federal y social con la que soñaba el extravagante Jean Monet.

Quizá el euro-entusiasmo que acompañó a la ampliación europea y a la llegada de los fondos de cohesión nos impidió entender la naturaleza política de la Unión Europea que se estaba construyendo. Las élites político-financieras, por el contrario, siempre lo tuvieron claro: se trataba de recuperar por arriba (escala continental) lo que se había cedido por abajo (constituciones democrático-nacionales). Había que poner coto al principio de soberanía popular y situar, finalmente, la economía por encima de la democracia.

Los elementos constitutivos de esta ´nueva Europa´ fueron, esquemáticamente, los siguientes:

a) La ampliación europea hacia el Este sin homologación social y fiscal. Lo que supuso la entrada de una enorme reserva de mano de obra y la consecuente presión a la baja sobre los salarios y las condiciones laborales de Occidente.

b) La transferencia de la política monetaria nacional a un Banco Central independiente, sin control democrático y con el único objetivo de controlar la inflación, es decir de asegurar el valor de los que poseen dinero.

c) La creación de una moneda única, el euro, a la medida de la economía exportadora alemana. El alto valor de esta moneda, junto a la transferencia de la política de los tipos de cambio al BCE, hace que, cuando llegan los ´choques asimétricos´ (crisis), a los Estados no les quede otra opción que las llamadas ´devaluaciones internas´: reducciones salariales, flexibilización radical de las relaciones laborales y el desmantelamiento del Estado social.

La UE ha supuesto, en definitiva, un cambio profundo de las reglas de juego, que se puede caracterizar por la consolidación del neoliberalismo como modo de gestión pospolítica, la devaluación de la democracia, y el surgimiento de un centro (industrial-exportador) y una periferia (deficitaria).

Mucho se ha citado aquella frase de Ortega y Gasset, según la cual España es el problema y Europa la solución. Y, en efecto, la entrada a la CEE funcionó como el gran consenso de masas durante la transición. El objetivo de homologación con los países de nuestro entorno permitió desplazar algunos debates estructurales (forma del Estado, organización territorial, estructura productiva) y evitar un proceso constituyente real. Pero ahora, paradójicamente, Europa se ha convertido en nuestro problema y España vuelve a tener que mirarse delante del espejo.

La élite financiero-burocrática europea ha decidido que nuestro país, junto a Grecia, Portugal e Italia, sea la periferia de Europa, una periferia endeudada, con bajos salarios y especializada en productos de bajo valor añadido. Frente a esta situación de nada sirven las llamadas cosmopolitas a refundar o democratizar Europa, sencillamente porque esa Europa federal no existe y los intereses nacionales de Alemania no son los mismos que los de Europa del sur.

La solución no es fácil, pero, a mi modo de ver, debería pasar al menos por una alianza entre los países de la periferia europea con el objetivo de negociar una reestructuración de la deuda. Algo similar al Acuerdo de Londres de 1953, donde se anuló el 62% de la deuda alemana (RFA). Este escenario nos exige, entre otras cosas, romper con la servidumbre casi colonial de nuestras élites políticas y definir colectivamente un nuevo proyecto país y unas nuevas relaciones europeas.