No sé si será por la especial aversión que siento hacia el personaje, pero, cada día que pasa, le encuentro más parecido físico a Cristóbal Montoro, el por ahora todopoderoso ministro de Hacienda, con la caracterización con que el actor Max Schreck interpretara en 1922 al vampiro Nosferatu, en una película muda de 1922 dirigida por F. W. Murnau. Y es que, además, el parecido llega más allá, pues Montoro está resultando peligroso no sólo por lo que dice sino, sobre todo, por lo que hace.

Cristóbal Montoro ha experimentado en su persona lo que la sociología marxista define como ´desclasamiento´.

En efecto, jienense de origen, de extracción social humilde (su padre hubo de emigrar a Madrid, ciudad en la que trabajó como pintor de ´brocha gorda´), se hizo catedrático de Economía y saboreó pronto la embriaguez que produce el poder. Y, llegado al mismo, su aversión hacia las clases populares es tan notoria como sus reiterados intentos de justificar sus decisiones basándolas en un supuesto interés general. Y, además, todas ellas, adornadas con frecuentísimos desvaríos, sólo equiparables a los de su jefe de la Moncloa, quien recientemente, dando muestras de su probada ´valía intelectual´, metió la pata, como es sabido, en Johannesburgo.

Las meteduras de pata (¿o quizá provocaciones?) de Montoro también son frecuentes. Recordemos su alusión en la tribuna del Congreso a que el paro estaba creciendo moderadamente. También, su peculiar explicación de los ceses de la Agencia Tributaria (AEAT) „una auténtica purga que ha motivado que éstos se hayan elevado a 310 en los últimos dieciocho meses„ a lo que se suma su reciente anuncio del pasado jueves en el pleno del Congreso de un mayor control de la misma, lo que aumentaría la opacidad de este organismo fundamental del Estado. El mismo pleno en el que vertió amenazas a la prensa, por denunciar esos ceses en la AEAT y la amnistía fiscal a la cementera multinacional Cemex, lo que nos sitúa en un nuevo escenario de «ley mordaza», según la opinión del diputado Gaspar Llamazares.

Cristóbal Montoro responde muy bien al perfil de quien ha sido investido de poder para hacernos la puñeta cada día a los españoles, pese a su machacona insistencia en que actúa para el bien general. En una entrevista que reproducía hace un par de meses la sección de Economía de El País, afirmaba, por ejemplo, que España, que no puede hacer una devaluación de la moneda como hace unos años, practica una devaluación interna. En román paladino, eso significa que debemos competir con devaluación salarial, con más despidos y con condiciones de trabajo más precarias. Se enorgullecía, además, de la absoluta independencia y soberanía económica de España, razón por la que no forzó que el BCE comprara bonos de la deuda española, para bajar el coste de financiación de la misma, para, unas líneas más abajo, en evidente contradicción, afirmar que el ajuste estructural de más de tres puntos del PIB en plena recesión ha sido útil para ´ser creíbles´. Ante los mercados, claro. ¿Pues no quedábamos en que éramos soberanos?

Montoro, además, miente compulsivamente cuando afirma que la reforma laboral no ha destruido empleo. Pues las cifras, tozudas, le delatan. Según el INE, el cuarto trimestre de 2011 se cerró con algo más de 5,2 millones de personas desempleadas y hoy se acercan a los seis millones. Todavía es más drástica la reducción de la población activa, que ha pasado en ese periodo de casi dieciocho millones de personas a estar en estos momentos en 16,8 millones.

Miente cuando nos dice que la amnistía fiscal ha permitido el mayor afloramiento de bases imponibles y que Bárcenas no se benefició de ella. ¿Alguien le cree? Pero su cinismo nada disimulado queda en evidencia cuando, en esa misma entrevista, llegó a decir que no entendía cómo alguien que esté en política, en un determinado nivel, pueda admitir que se le pague en negro. Afirmación que queda en entredicho a la luz de las recientes revelaciones del juez Ruz de una contabilidad ´b´ en el PP.

Montoro, al que le repugnan claramente las clases populares, acredita, sin embargo, una eficacísima gestión para favorecer a las grandes fortunas (se han triplicado las SICAV y ha aumentado en un 14% en un año el número de millonarios en España). Y hace unos días, en una entrevista para El Mundo, encontramos una frase para enmarcar: «El PP volverá a ganar las elecciones, porque ´los mercados no son gilipollas´», afirmación ante la que la escritora Rosa María Artal llegó a decir que, sin afirmarlo abiertamente, Montoro se muestra convencido de que los gilipollas se encuentran entre esa sociedad española anónima, otrora lanzada a un consumo inducido y hoy aniquilada.

A lo que yo añadiría: una sociedad sólo aparentemente inerme e inactiva, que hoy por hoy sigue soportando sus desvaríos. ¿Por cuánto tiempo?