Hace varias semanas tuvimos la suerte de asistir en la Universidad de Murcia a unas charlas sobre Shakespeare dictadas por el escritor José Carlos Somoza. Escuchándole hablar sobre las obras del genial bardo de Stratford se tiene la sensación de que se nos ha escapado algo al haberlas leído nosotros. Y es que este escritor y psiquiatra ha indagado en las psiques de las creaciones humanas de Shakespeare y ha dibujado su teoría personal acerca de sus enfermedades, dramas y situaciones. Ha arrojado cierta luz al caos, si es que es posible, en una obra tan inmensa y compleja como la del dramaturgo inglés. Pero esta luz se torna insuficiente cuando se trata de alumbrar al príncipe de Dinamarca, a Hamlet, ese loco desdichado que se tambalea en un mundo extraño, insustancial, oscuro y despiadado que lo zarandea como el último despojo de la creación. Su padre, ese espectro que suponemos su padre, le advierte de que nada es lo que parece, que las apariencias engañan. Y por eso tal vez, nos recuerda Somoza, nos engancha Hamlet, porque sentimos junto a él la extrañeza del mundo en el que vivimos.

Sentimos que fuerzas desconocidas y poderosas nos tambalean y nos agitan en una vorágine de sinsentidos.

Los existencialistas, con Sartre a la cabeza, ya declararon a mitad del siglo pasado que la realidad se limitaba a la existencia individual, que Dios no existía y que cada hombre debía, por lo tanto, hallar el sentido a su propia realidad a través de la reflexión. En esa línea de pensamiento se adelantó Hamlet unos cuantos siglos y con su famoso parlamento en el que se interrogaba sobre su necesidad de permanecer en el mundo o no, del valor de su propia existencia y de la falta de sentido que aquejaba la vida se convertía en el primer existencialista moderno.

¿Hamlet está loco? Se tiene la impresión de que la intención de fingirse poco cuerdo se va tornando cada vez menos intensa y que la locura, la demencia, comienza a ser terrible y real. De otro modo no se entienden muchas de sus acciones. Su comportamiento y desdén hacia Desdémona, hacia su propia madre, hacia el mismo rey y ante todo el mundo. Si no fuera porque todos albergamos un loco en nuestro interior Hamlet nos resultaría desconcertante. Todos somos un poco Hamlet. Todos dudamos, y si nuestro ´ser o no ser´ no se refieren siempre al enorme problema de la existencia, la vida o la muerte, sí que nos desplazamos en un mar de incertidumbres diarias y cotidianas que nos hacen ser príncipes destronados de una prisión llamada Dinamarca, o sea, la vida.

Pero, como le ocurre a Hamlet, uno de los personajes más inteligentes de Shakespeare, la razón, paradójicamente, no nos revela las grandes respuestas. El oscuro mundo de la realidad está más allá de la razón. Ni todas las constataciones lógicas ni premisas cartesianas nos harán descubrir qué está ocurriendo a nuestro alrededor. De hecho, y no es casual, la única revelación que recibe este miserable ser que lo ha perdido todo, incluida la razón, proviene de un fantasma, un ser del más allá, de «ese país de cuya lóbrega frontera ningún viajero regresó».

No sé si la locura es el mejor modo de afrontar la vida, pero quizá un grano de ella sí que valga la pena añadir a este mundo de extremada sensatez. Quizá todos somos un poco Hamlet porque no hay forma de comprender Dinamarca.