Todos los que vivimos en grandes ciudades los conocemos. Me refiero a los gitanos del Este de Europa, de Rumanía y Bulgaria principalmente, los llamados romaníes.

Los hemos visto en los semáforos, cepillo y bote en mano, intentando limpiar los parabrisas de los coches a cambio de unas monedas. O apostados a la salida de las cafeterías, las iglesias o los supermercados, sosteniendo un vaso de plástico y un pequeño cartel en el que explican la cantidad de hijos a los que supuestamente tienen que alimentar.

Los hemos visto también muy jóvenes y sospechosamente con muletas, torciendo los pies o las piernas, fingiendo a veces una cojera inexistente, para despertar nuestra lástima.

También uno mismo ha visto a alguno robar ante sus narices un teléfono móvil de la mesa de un restaurante, ser atrapado en el último momento por un camarero, que luego lo dejaba marcharse porque de poco o nada serviría llamar a la policía.

Es tentador pensar a veces en la banda de Fagin, de Oliver Twist, ese personaje sin escrúpulos que explotaba a una banda de menores para sus fines.

Están, por desgracia, tan acostumbrados a la suciedad de sus lugares de origen que a la mayoría, incluso en el caso de ser alojados en casas de vecinos, le cuesta adaptarse a las nuevas condiciones.

Y lo están también a la más cruda discriminación y al racismo de muchos de sus compatriotas, agravados desde la caída del comunismo, que nada de lo que les suceda en nuestras ciudades va a echarles para atrás. Por mal que les vaya, siempre estarán mejor que en casa.

Y si los expulsan de un país, como ocurrió en la Italia gobernada por Silvio Berlusconi, siempre encontrarán otro país más acogedor o menos hostil. Son el 'pueblo viajero' (Reisevolk) por excelencia, como lo llaman eufemísticamente los alemanes.

Ahora le ha tocado el turno a Francia. Su ministro del Interior, Manuel Valls, de origen catalán y situado en el ala más dura del gobernante Partido Socialista, ha tenido palabras poco humanas para ellos. «Las soluciones pasan por expulsarlos (€) Estos colectivos tienen modos de vida muy distintos de los nuestros», dijo el ministro para justificar la destrucción de un campamento gitano en Lille con la anuencia de la alcaldesa socialista de ese municipio, la exministra de Trabajo y exprimera secretaria de los socialistas franceses, Martine Aubry.

Para los socialistas, el comportamiento de los romaníes representa un auténtico dilema: no hacer nada es dar munición a los populistas, que aprovechan la irritación de los ciudadanos, sobre todo las clases medias y trabajadoras, que son quienes lo viven más directamente, con tal estado de cosas. Pero tomar medidas tan drásticas como las anunciadas les valdrá críticas por parte de los defensores de los derechos humanos y los partidos más a la izquierda.

La polémica, en cualquier caso, está servida: la aspirante conservadora a la alcaldía parisina Nathalie Kosciusko-Morizet no tardó en reaccionar: «¿Ustedes creen que acosamos demasiado a los gitanos? Porque yo tengo la impresión de que son los gitanos quienes acosan demasiado a los parisinos». A lo que su rival socialista, la gaditana de nacimiento Anne Hidalgo, no tuvo más remedio que responder acusándola de 'irresponsable' por «estigmatizar a un pueblo en su conjunto».

A la favorita, que es Hidalgo, los romaníes se lo están poniendo muy difícil. Tendrá que hacer auténticos ejercicios de equilibrista.