Se dice que los escritores españoles son más líricos que épicos, más poetas que narradores. Recuerdo a un hermano marista que nos enseñaba historia de la literatura en bachillerato, gritando que la novela española no había sido nada desde el Quijote. Aquel energúmeno, que consideraba a Pío Baroja un demonio en la tierra y salvaba a Unamuno por El Cristo de Velázquez aunque lo ponía a caldo por San Manuel Bueno mártir, estaba muy mediatizado por el ´índice´ de la Iglesia católica, el canon ultramontano en el que se daba cuenta de los libros que un buen cristiano jamás debería leer. Entre eso y el bien que hacía el franquismo por la moral y las buenas costumbres, pocas novelas se salvaron. Y pocas llegaron a ver la luz de las librerías sin haberse topado antes con los censores.

Esto podría explicar las carencias pero no la menudencia del tópico inicial: la literatura hispana, en todas sus lenguas (español, gallego, catalán y sus dialectos, euskera) ha tenido siempre excelentes narradores, y, además, a los genios latinoamericanos. La última generación es una buena prueba: Marías, Mendoza, Muñoz Molina, por ejemplo. En esa mismo rango de edad, nacidos en la década de los cincuenta, o un poco antes, está también Rafael Sender. Se estrenó muy joven con Jolly Rogers, una novelita publicada en la Barcelona de la gauche divine y alcanzó gran éxito de público y crítica con Tendrás oro y oro (Anagrama, 1986). Desde entonces, el que para mí es si no el mejor sí el más interesante y seductor narrador de su generación, se ha prodigado muy poco.

Sé que su exceso de autocrítica y su voluntad de vivir la vida a cada instante han limitado su producción. Nos entrega ahora una estupenda novela, Los adelantados (Mondadori) en la que Sender hace rey al lenguaje porque enseñorea la palabra, colma la belleza de las frases, y crea personajes y trama en el sentido más clásico de la fuerza narrativa. No les cuento más; sólo les pido encarecidamente que la lean. Un disfrute.