Floriano, para variar, no sabe de qué habla. Hoy lo he visto con mis propios ojos defendiendo que con la propuesta federal se cambia el sujeto de la soberanía de la Constitución española. En su opinión, la soberanía pasaría del pueblo español a los estados miembros de la federación. Después ha dicho que eso requería un referéndum, del mismo pueblo español por lo que, al parecer, no habría desaparecido con el cambio. Luego se ha quedado tan pancho. Tanto como un compañero de partido, de esos que andan disfrazados de periodistas en las tertulias oficiales, que dice que si no se hubiera detenido el plan Ibarretxe, ahora se tendrían dos problemas, el vasco y el catalán. El hombre se sentía feliz de que sólo tuviéramos un problema. Con aquella ignorancia y con esta escasez de talento, es fácil comprender que las cosas han llegado donde han llegado.

Federalismo y unidad de pueblo. Como todo el mundo sabe, el federalismo es ante todo un espíritu. Su divisa es la división de poderes. Por eso, es la culminación del espíritu liberal y cívico. Como impone consideración y respeto por las diferencias, y éstas se suelen basar en el diverso sedimento de la historia, con frecuencia el federalismo es conservador. Como nuestros conservadores oficiales son tan descerebrados, no logran identificar en él una fuente importante de elementos que deberían formar parte de su ideario. En otras épocas, en que la derecha tenía algo de talento, no era así. Gil Robles, sin ir más lejos, le puso a su partido un nombre que reflejaba de verdad el mundo conservador español, y así bautizó a su grupo como «Confederación de derechas regionales autónomas». El federalismo no llega a tanto, e impone un sentimiento más atemperado de unidad, porque considera las virtudes derivadas de constituir un gran cuerpo político, compatibles con las virtudes y las libertades de las pequeñas unidades.

Desde luego, una historia fundada en la tergiversación y la mala fe no puede permitir que un pensamiento tan sutil y civilizado como el federal se abra camino entre los políticos, sobre todo entre los actuales, muchos de los cuales son más bien una cohorte de mamelucos siguiendo a un sátrapa. La aspiración fundamental del federalismo es su capacidad de reconciliarse con la realidad y configurar energías compartidas de cambio. En los lugares en que el punto de partida de la realidad era el de pequeñas repúblicas urbanas, el federalismo ha llevado a la unidad de pueblo. Es el caso de Suiza y de Estados Unidos. Ese sería el proceso que se han empantanado en la actual federación europea. En los lugares en que existía una unidad de pueblo muy consolidada y con centralismo de poder, el federalismo puede llevar a revitalizar las ciudades y los distritos con un nuevo protagonismo de las elites locales, por lo general desplazadas de los centros de decisión. Su flexibilidad es lo que permite su aplicación en las situaciones dispares. Pero esa flexibilidad aspira sobre todo a reunir las virtudes del poder y de la libertad, de la innovación y del respeto a la tradición, de la amistad cívica de los pequeños cuerpos con la competencia y la búsqueda de una excelencia comparativa propia de las grandes unidades. Pero lo que nunca ha negado el pensamiento federal es que, o bien de partida o bien de llegada, hay unidad de pueblo. Por lo tanto, señor Floriano, entérese de una vez.

Desde luego, este país no tiene ecuanimidad teórica bastante para abordar un debate sin prejuicios sobre una doctrina, ni la federal ni ninguna otra. No ha tenido una verdadera minoría con poder capaz de producirlo. Lo que caracteriza al poder es su estulticia y mala fe, como testimonia Floriano, y lo que caracteriza a la inteligencia es su impotencia. Así que el desencuentro impide un debate serio. Por ello, que el PSOE se haya decidido a seguir la divisa del federalismo no garantiza nada. Sería mejor que se encarara la realidad concreta y singular en la que vivimos con espíritu federal. Si se aplicara ese espíritu con flexibilidad, se podría llegar con más facilidad a diversos acuerdos acerca de reformas concretas sobre realidades institucionales que ya no pueden soportar la presión del tiempo.

La magnitud del problema. Ahora voy a lo de ese periodista, cuyo nombre rima con Floriano, y que se pavonea en todas las televisiones con su desparpajo ramplón y su casticismo casposo. Sólo tenemos un problema y no dos, dice. ¿Pero se ha parado esta alma de Dios a darse cuenta de la magnitud del problema? ¿Cree alguien con sentido común en este país que el problema catalán se resuelve con los modos y procedimientos con que se resolvió el plan Ibarretxe? Y aquí el principio federal requiere un plus de flexibilidad en caso de que se pueda aplicar. Porque, por una parte, no tengo la más mínima duda de que muchos problemas de la organización política de España se pueden mejorar y resolver con una aplicación sencilla del principio federal. Por ejemplo, redefiniendo el peso de la administración de las ciudades en la ordenación de las autonomías; organizando instancias reales de control del gasto, ordenando la definición de competencias, constituyendo el Tribunal Constitucional de forma equilibrada entre instancias de unidad de pueblo e instancias de comunidades, reformando el Senado para garantizar la cooperación legislativa del Congreso, representante de la unidad de pueblo, y la Comunidades, etcétera.

Pero si bien un espíritu federal alumbraría reformas concretas sobre la realidad constitucional española, que son necesarias sencillamente porque tras 35 años se han producido mutaciones constitucionales que deben ser corregidas, no creo que per se pueda iluminar la solución del problema catalán. La base de mi argumento es que es preciso separar de forma nítida el problema de España del problema de Cataluña. Las fuerzas políticas no cesan de mezclarlo porque en el fondo no cesan de usar a la ciudadanía para sus propósitos. Así, le dicen a los catalanes: ¡señores, no podemos escucharlos a ustedes solos! ¡Tenemos que escuchar a la totalidad de los españoles! Pero luego pasan olímpicamente de la totalidad de los españoles, que le han demostrado por activa y por pasiva su desconfianza, repulsa y voluntad de mejora. Así que en realidad no escuchan a nadie. Por eso su expresión favorita es la de escuchar a la mayoría silenciosa. Como es natural, es la coartada perfecta para oír solo lo que se quiere oír. En el fondo, sólo se escuchan a ellos mismos.

Pero si hubiera alguien con sentido común se daría cuenta que, por principio, sea cual sea la solución que se dé al problema de España, todavía quedará por resolver el problema de Cataluña. Aquí la miopía de los líderes del PP es monstruosa. Y como los líderes de Esquerra y de CDC lo saben, pueden llevar con solvencia un juego del que saben que tienen serias posibilidades de salir ganadores. Por supuesto, la euforia llega a límites de triunfo cuando todo lo que sucede en defensa de España es el asalto a la Librería Blaquerna. Nadie querría pertenecer a un lugar cuyos defensores eran esos. Y en el fondo, el único argumento que se ha dado a Cataluña es el miedo: a no estar en Europa, a que se produzca una fractura en la sociedad catalana, a no superar la crisis, a hundirse por la deuda. No quiero negar que el miedo constituya un argumento político de primer orden y no creo que se deba despreciar a la ligera. La política es en buena medida un control de riesgos. Mi argumento es otro. Y es que no se le ha brindado a Cataluña la posibilidad verdadera: estar en una España mejor con un mejor estatuto.

Dimensión histórica. La solución de la cuestión catalana no puede camuflarsecomo la solución de otras cosas. Es un problema que debe abordarse en su especificad. La vía estatutaria, sic rebus stantibus (para el señor Floriano: mientras las cosas estén así) se ha agotado por obra del TC. Sólo a partir de esa sentencia de junio de 2010 hay un diferendo entre la autodeterminación de Cataluña y las instituciones del reino de España. Y ahora se debe resolver políticamente.

Más que orientar el debate hacia un asunto propio de historia de las ideas, o de dogmática jurídica, el PSOE debería, en mi opinión, ofrecer soluciones concretas a problemas concretos. Estoy de acuerdo, y así lo he defendido desde décadas, que el federalismo es el único espíritu que puede encontrar una salida a esta situación, como a otros tantos defectos del sistema político español. Pero lo decisivo es hacerse cargo de la dimensión histórica de la reivindicación catalana y de las enormes posibilidades que ofrece la historia pasada interpretada de forma políticamente inspirada. Porque es completamente falso que Cataluña no haya tenido jamás en su historia tanta libertad como la que tiene actualmente. Cataluña ha sido hasta 1714 un quasi-Estado perfectamente institucionalizado y jurídicamente avanzado (no era el señorío de Molina, como un Floriano de turno dijo en las Cortes de Cádiz), dotado de un amplio sentido de pueblo y leal a la monarquía que lo acogió. Yo no soy cabalista. No me ciegan los números redondos y dejo a Dios contar la historia por siglos. Pero algún día la monarquía española debería pensarse ese asunto de poner fin a esta historia y a esta herida. Y si los catalanes presionan para que sea ahora, tampoco es mal momento.