El edificio del Congreso no es lo que parece. Por fuera, impone. Por lo menos, a quienes como yo todavía quieren creer que entre sus sólidos muros puede estar representada la soberanía popular. Tiene historia, mucha historia y algo así como un aspecto de fortaleza inexpugnable custodiada por dos leones y mucha policía.

Pero tras una buena capa se esconde también a veces un mal bebedor. Por dentro, amenaza ruina. No hace mucho, apenas unos días, aparecieron unas goteras que obligaron a aplazar el pleno. Fue durante la primera sesión de control al Gobierno tras el verano. Todo un presagio. Ahora, su vicepresidenta asegura que se han producido derrumbes en varios puntos y que algunas zonas se encuentran en muy mal estado. Algunos creen que ha habido incluso riesgo de desplome sobre el Hemiciclo. Por si fuera poco, durante los trabajos de reparación de la cubierta han aparecido cadáveres de perros, gatos y otros animales momificados. Me ahorraré la metáfora simplona, pero no me resisto a pensar que el deterioro de las infraestructuras de la cámara baja corre parejo al que sufre la institución.

¿Está nuestro sistema parlamentario a la altura de las circunstancias que exige una situación de crisis como la actual? Probablemente, no. No sé si, como ha dicho un diputado, podría llegar a ser calificado de 'casposo y rancio', pero sí me consta que necesita, como decimos por aquí, un buen 'enjuague'. Empezando por el sistema mismo de elección de diputados. Un sistema mayoritario basado en la ley d'Hont que beneficia a los dos grandes partidos y a las formaciones nacionalistas que concentran sus votos en un territorio determinado. Y siguiendo con los diputados, más preocupados por responder de sus actos ante el partido que ante sus electores. Lo que se conoce por disciplina de voto, que la inmensa mayoría suele seguir a rajatabla, porque ya se sabe quiénes confeccionan las listas electorales y cómo las confeccionan.

Lo cierto es que el actual sistema parlamentario no está atravesando su mejor momento. Pasó apuros cuando el movimiento 15M lo puso a prueba reivindicando una democracia más participativa y denunciando los privilegios de que gozan algunos diputados. Su «No nos representan» todavía resuena en la calle, pero no sabemos si ha llegado a zarandear a aquellos políticos que ven en la política un medio de vida o un lugar donde medrar. Por muy legal que sea la democracia representativa, no será democracia plena si no se establecen los cauces necesarios para que los ciudadanos tengan una mayor implicación en la toma de decisiones. Y eso empieza por que los llamados depositarios de la voluntad popular, además de rendir cuentas directas y permanentes a quienes dicen representar, dejen de ser meros comisionados que sólo acuden al hemiciclo para apretar el botón que les indica el jefe de filas.

El descrédito de las instituciones viene erosionando fuertemente el funcionamiento del sistema democrático. Y algunos derrumbes se han producido ya. Adquieren forma de desencanto, de indignación, de hartazgo, de desafección ciudadana a la política, y siguen acrecentando la desconfianza y el distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes.

Si es tiempo de reformas, como dicen algunos, empecemos por las de verdad. Por ejemplo, por reformar el parlamento. Sobre todo por dentro.