La Opinión de Murcia

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Angel montiel

Retornos

Ángel Montiel

José Luis Cacho, pintor del aire

José Luis Cacho posa entre algunas de sus obras, que se exponen en el Mubam.

Nadie que no tenga mi edad ha visto una exposición de Cacho y probablemente pocos algún cuadro suyo. Cacho es el Bartleby murciano, a la manera de Vila-Matas. Un pintor que no pinta: «Preferiría no hacerlo». Sus cuadros, por lo demás, o algunos de ellos, parecen inacabados, pero lo que hay ya es mucho. Lo que hay es el gesto, el esbozo, la insinuación, es decir, lo esencial; concluirlos sería cosa de artesanos. No la toques más, que así es la rosa, decía Juan Ramón. Cacho no pinta, y habla menos, salvo cuando, según el ambiente, se encana, y entonces habla y habla y seduce, y gran parte del discurso lo emite con las manos. Esas manos, vacías de materia, pintan el aire, y si existiera un artilugio electrónico que pudiera registrar los movimientos y trasladarlos a un lienzo tendríamos nuevos e involuntarios cuadros de Cacho. Cuadros austeros trazados con exquisito equilibrio, compuestos para recuperar la luz mística de su vecino Zurbarán.

Cacho es un tipo enjuto y elegante, también él pura esencia, que es pintor hasta en los andares, pero no pinta porque ha reducido tanto el trazo que el trazo se ha hecho invisible, sólo

apreciable un instante si se sigue el rastro de sus manos cuando habla de pintura. Cacho es un pintor sabio porque fue de los primeros en comprender que la pintura se acabó; no se han

acabado los pintores, se ha acabado la pintura, como tantas cosas. Lo que queda son revisitaciones y neos, bazofia institucional, aunque también, claro, algunos escasos pintores irredentos

que desmienten a Cacho sin quitarle razón. Hay un escultor Cacho, aún más desconocido por más reciente, en el que los círculos sutiles de su pintura se convierten en líneas de alambre que recaen en un esbozo de figuración, piezas de una alegre delicadeza que informan sobre que la plena madurez es refractaria a la gravedad y convoca otra vez al juego.

Cacho es el pintor genésico de toda una generación (para entendernos, la de Yerba galería-librería), pero todavía cuando pintaba ya estaba abandonando. Hizo los cuadros justos, ni pocos ni muchos, tal vez todos los que se vieran en la retrospectiva de abril de 2013. Y las nuevas generaciones han encontrado en él la profundidad que no se exhibe, un insólito testimonio de derroche de talento, derroche que no se articula en objetos de producción pictórica, sino en la preciada soledad al margen de todo esto. Es el maestro de lo escueto, de lo elemental, y su silencio es tan artístico como, dicen, es el paseíllo de Curro Romero.

A fuerza de no querer ser el pintor que estaba obligado a ser ha acabado siendo más grande que si se hubiera empeñado en serlo. Iba para maldito y ha devenido en canónico. Su nombre arrastra, para sus contemporáneos, una notable carga emocional, porque Cacho es para muchos referencia de un tiempo limpio, aunque peligroso, en el que se aprendía con ansiedad de

todas las cosas y había quien quería cambiar el porvenir tomando chatos en el Garrampón.

Hace años coincidí con Cacho tras otros años de no verlo y le pregunté qué era de su vida. Me respondió: «Ahora vivo en la isla de los monos azules». No supe a qué se refería hasta que alguien me lo descifró: «Vive en un polígono industrial donde todos sus vecinos van con el mono azul». El leve, irónico, elegante y sutil trazo de Cacho.

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