Un famoso lugar común sostiene que en el Vaticano nada se decide bajo el dictado de la presión mediática ni de las modas, sino que los cardenales piensan en centurias. Por supuesto algo hay de eso, aunque sólo sea por la fe del catolicismo en la perennidad de la Iglesia, que, como institución, ha logrado pervivir durante dos milenios. Sin embargo, la historia se vive en el presente y exige ofrecer nuevas respuestas a los problemas de cada época. El Papa Pío XI, en 1937, tuvo que lidiar con los zarpazos del nazismo firmando la valiente encíclica Mit brennender Sorge («Con ardiente inquietud») en la que tachaba de idolatría el confundir la raza, la nación o el Estado con la divinidad. Los problemas de Pablo VI fueron otros: básicamente, ajustar el tradicionalismo católico a los principios del Concilio. Juan Pablo II fue el Papa de la libertad política y del manejo de los mass media y, en ese sentido, fue un avanzado de la pasión líquida de la posmodernidad.
Benedicto XVI, en cambio, se definió a sí mismo como un Papa sin programa de gobierno, lo cual no deja de ser sea sintomático de la incomodidad que le produce la gestión de la política diaria. De todos modos, con el paso de los años se ha hecho evidente que el auténtico objetivo del teólogo alemán era magisterial: delimitar y reforzar la identidad católica y, a la vez, ofrecer al mundo —laico, se entiende— el mensaje renovado de la grandeza del cristianismo. De forma improvisada, sin papeles escritos de por medio, Benedicto XVI ofreció las claves de su pontificado en un encuentro con los obispos suizos: «No deberíamos permitir que nuestra fe se disuelva en demasiadas discusiones sobre múltiples detalles poco importantes [...]. Si nos dejamos arrastrar por estas discusiones [morales], entonces se identifica a la Iglesia con algunos mandamientos o prohibiciones, y a nosotros se nos tacha de moralistas con algunas convicciones pasadas de moda, y la verdadera grandeza de la fe no se aprecia para nada.». Sus encíclicas, sermones y discursos, y el propio libro Jesús de Nazaret, inciden en esa noción de ´Ortodoxia Afirmativa´ —según la expresión acuñada por el vaticanista John L. Allen—, que busca establecer un diálogo con el laicismo desde la vertiente más enriquecedora de la tradición cristiana.
Hablo de la teoría porque, tras el affaire de los Legionarios, el shock de los abusos sexuales y las recientes ´Vatileaks´, da la sensación de que el proyecto de Ratzinger naufraga entre las traiciones y la corrupción interna del Vaticano.
Es cierto que Benedicto XVI tomó la iniciativa de desatascar el dossier de Maciel —se ha escrito que fue ésa su primera decisión como pontífice—, que probablemente, en estos momentos, la Iglesia sea la institución más activa en la lucha contra los crímenes sexuales, lo acertado de muchos de los nombramientos episcopales clave o que se hayan dado pasos importantes en las buenas prácticas de transparencia financiera. Pero todo ello importa poco cuando asistimos a la aparente derrota de este pontificado. El fracaso, en primer lugar, a la hora de reformar la Curia, despedazada por las facciones internas y cuyas intrigas no dejan de proyectar una luz sombría sobre los asuntos del Vaticano. En segundo lugar (y en gran medida como consecuencia de lo anterior), el silencio con que el mundo ha acogido las principales propuestas intelectuales del pensador bávaro.
Como tantas otras veces, sólo el tiempo (las centurias) juzgará el acierto o desacierto de este papado, más arduo —me temo— de lo que Joseph Ratzinger jamás hubiera deseado.