Transcurridos ya más de setenta años desde su muerte, acaecida en Londres el 23 septiembre de 1939, la poliédrica personalidad de Sigmund Freud sigue ahora muy especialmente de actualidad, con la reciente publicación, para desgracia de sus numerosos admiradores y epígonos, del ensayo Freud. El crepúsculo de un ídolo , en el que su autor, el prestigioso filósofo francés Michel Onfray, efectúa, con apabullante material documental y contundente argumentación, un demoledor ataque contra el psicoanálisis. Esta obra, recientemente aparecida en nuestras librerías, tras suscitar una gran polémica en Francia, es también un ajuste de cuentas con la trayectoria vital e intelectual del legendario médico austríaco, llena de mentiras y engaños, vertidas tanto en sus propios escritos como por parte de sus entusiastas biógrafos, tales como Ernest Jones, precursor de una serie de obras de cariz marcadamente hagiográfico.

Al hilo de la lectura de este ensayo, creo que tan lúcido y profundo como su muy comentado Tratado de Ateología, recuerdo que Gabriel García Marquez, en su libro de memorias Vivir para contarla, dice que «una aventura pavorosa se la debo a las obras completas de Freud. No entendía nada de sus análisis escabrosos, desde luego, pero sus casos clínicos me llevaban en vilo hasta el final, como las aventuras de Julio Verne». Y es que el autor de El malestar de la cultura siempre ha tenido un gran predicamento en el ámbito artístico en general, pese a que a que el filósofo de la ciencia K. R. Popper afirmase que el psicoanálisis es una pseudociencia al no estar sujeta a falsación por medio de un experimento decisivo. Debo confesar que al igual que le ocurrió a Onfray en plena adolescencia, a mí me deslumbró muy precozmente el universo freudiano a través de la lectura de la biografía escrita por Stefan Zweig, pero posteriormente se me fue cayendo el ídolo del pedestal, al acceder a una bibliografía más crítica.

Estoy seguro que hoy, y sobre todo tras el desencanto en torno a su figura producido por la lectura de las casi quinientas páginas del pensador galo, no sentiría la más mínima emoción si viajase a Viena y visitase de nuevo su casa museo, sita en el número 19 de la calle Bergasse. Hace más de treinta años estuve allí ha hacer un reportaje y tengo que reconocer que recorrí las recoletas estancias del inmueble con unción rayana en lo religioso, dada la condición de icono cultural del personaje que las había habitado durante gran parte de su existencia. En esa casa cercana a la Universidad y a la iglesia votiva mandada construir por el emperador Francisco José I, vivió y trabajó desde 1891 hasta 1938, año en que se vio impelido a refugiarse en Londres ante el furor antisemita de la Austria anexionada al III Reich de Adolf Hitler.

Por esta casa desfilaron durante aquellos años escritores de la talla de Thomas Mann, Thorton Wilder, Romain Rolland, H.G.Wells, Virginia Woolf y Stefan Zweig, entre otros muchos, y toda una brillante pléyade de profesionales de la Medicina y del ámbito artístico, pues no en balde el anfitrión era un auténtico mito viviente en pleno esplendor. Ninguno de ellos, y sobre todo sus fervientes correligionarios de la Asociación Psicoanalítica Internacional, podían imaginar entonces que las teorías de su adorado maestro situado en el pináculo de la fama mundial serían puestas en entredicho de forma demoledora a comienzos del siguiente milenio por un intelectual, hijo precisamente del país del Siglo de las Luces, de cuyo legado el autor de Totem y tabú se sentía heredero. Onfray, llevado por su pasión desmitificadora, sostiene que las teorías psicoanalíticas pertenecen más al ámbito del pensamiento mágico que a la ciencia propiamente dicha, y la verdad es que , tras conocer las razones que aporta, resulta sumamente convincente.