La protesta de un numeroso grupo de indignados ante el Parlament de Catalunya ha desatado un discurso victimista en el que el pacifismo ha sido citado al servicio del democratismo, cayendo casi en el esperpento. Llamo aquí ´democratismo´ al discurso que califica a un sistema, el propio, como democracia, lo sacraliza, lo consagra como óptimo e intocable y, en consecuencia, deslegitima cualquier acción no contemplada

en los procedimientos previstos por el propio sistema que se autocalifica.

Por hacer una declaración de principios diré que yo también creo que la democracia representativa es el menos malo de los sistemas. Pero, partiendo de la radical imperfección de todo lo humano, creo también que todo es perfectible, que, como decía el filósofo, el movimiento se demuestra andando y que, como decía el poeta, se hace camino al andar. Es decir, que podemos y debemos mejorar el sistema, sobre todo, cuando está a la vista que el sistema hace aguas.

Cabría preguntarse, primero, si el pacifismo es la mejor opción ante cualquier situación, y para poder responder podríamos recurrir a la historia. En la historia, a lo largo de la historia, lo que más abunda es la violencia, pero no todas las violencias nos parecen iguales, no todas igualmente justas o necesarias. Entre las que nos parecen justas, o necesarias para acabar con una situación de injusticia, podríamos citar desde Espartaco hasta el Mayo del 68, pasando por el indio Jerónimo, Pancho Villa o por la Resistencia francesa. Luego, hay otra larga serie de

violencias que consideramos injustas e injustificables, de algún modo, imperdonables, que son las ejercidas contra el pueblo o contra un pueblo, judíos, gitanos, armenios, kurdos o tutsis. Generalmente, la violencia que nos parece justificable es la ejercida por el pueblo contra sus tiranos y, por lógica, la que nos parece injustificable es la ejercida por los tiranos contra el pueblo. Esta es una valoración que sólo no comparten los tiranos y sus secuaces.

Podemos también diferenciar entre distintos grados de violencia. No es lo mismo insultar que escupir, ni es lo mismo escupir que pegar. Así, a bote pronto, tenemos tres grados de violencia o de agresión contra alguien que, es evidente, no revisten la misma gravedad. Respecto al primero, este es un país que, lamentablemente, vive instalado en el insulto, de modo que nadie y menos un político debería rasgarse las vestiduras por recibir algún que otro insulto. ¿O es que los políticos no se han enterado todavía de cual es el grado de estima en que se les tiene? En el bloqueo al Parlament hubo, además de insultos, acciones de presión, pero no se pasó al grado de agresión física. ¿Debemos condenar el insulto o la intimidación? Por supuesto, en teoría y en abstracto, siempre. Pero, en concreto, es decir, al hacer un análisis de situaciones concretas, debemos ir más allá de la condena teórica y oportunista que tiende a santificar no sólo el sistema sino las acciones que, ejercidas desde el sistema, pueden ser las que provoquen respuestas violentas en algún grado.

Vallamos, como propone ese sospechoso filósofo de la sospecha que es Nietzsche, más allá del bien y del mal; es decir, abandonemos el acomodaticio discurso moralizante y busquemos entender por qué pasan las cosas y, lo que debería ser más urgente, tratemos de prever qué es lo que puede pasar. Los diputados y las diputadas a quienes los indignados obstruyeron el paso al Parlament (que, no lo olvidemos, es la casa del pueblo) se disponen a llevar a cabo un recorte del gasto sin precedentes que va a afectar, sobre todo, a sanidad, educación y bienestar social y esto quiere decir que los legítimos representantes del pueblo ejercen su legitimidad contra el pueblo.

Los recortes del Parlament son los mismos recortes que todos los Gobiernos autonómicos aplican y aplicarán, los mismos que está aplicando el actual Gobierno de España y los mismos, en el supuesto más optimista, que aplicará el próximo Gobierno.

En resumen, los poderes del Estado se aplican en el cumplimiento de los mandatos de los mercados: restringen derechos, salarios y pensiones empobreciendo a la clase trabajadora; expulsan del mundo laboral a potenciales trabajadores arrojándolos al paro sin retorno; dejan en la calle a gente que carece de medios para pagar las hipotecas de pisos que ya no son suyos; convierten a los ciudadanos en súbditos de un poder abstracto y anónimo que no cesa de enriquecerse. ¿Esto no es violencia?

Yo no sé si los políticos están preocupados, pero sé que deberían estarlo. No sé si están desconcertados. Lo que sí sé es que están ciegos, porque siguen apretando tuercas sin ver que la indignación que han generado es fácilmente transformable en violencia, porque cuando la gente lo ha perdido todo, se pierden también las buenas formas.