La gente escribe siempre sobre ciudades donde ser feliz. Permítanme que haga lo contrario, durante un rato. Permítanme escribir para aquellos que son desdichados y que buscan una ciudad donde ser desdichados. Permítanme escribir sobre París en invierno. París en invierno es para los que conocen la melancolía: amantes que pronto tendrán que separarse, comerciantes al borde la quiebra, poetas aprisionados entre rimas y emigrantes aprisionados entre cheques que no llegan, propietarios de caballos cuyos corceles llegan los últimos en las carreras, comediógrafos que acaban de fracasar, mujeres cuyos maridos las han abandonado por chicas más jóvenes, más bonitas, más elegantes, más ricas y, en total, mejores. París, en invierno, es para reyes destronados, espías sorprendidos y dirigentes de movimientos pacifistas; para personas que deben dinero al Gobierno; para editores de pequeñas revistas que no se atreven a ir a su oficina porque el impresor los está esperando allí con su factura; para niños que no se atreven a ir a casa porque acaban de recibir sus notas. París, en invierno, es para los bravos que lucharon en las guerras del siglo pasado y que acaban de leer el periódico de la mañana; para bebedores que luchan con la bebida; para jóvenes solteras embarazadas; para estrellas de cine en el ocaso y para estrellas de cine que empiezan a ascender; para personas cuyos nombres aparecen con demasiada frecuencia en los periódicos y para personas que se citan menos de lo debido; para viudas cuyos maridos han dejado la mayor parte de la herencia a instituciones de caridad; para artistas que no comen lo que necesitan y no tienen para materiales, para hijos desheredados, para jugadores que han agotado su buena suerte.

El cielo pálido y gris, encima de los tejados, parece estallar en un grave sollozo musical, compadeciéndose de los delincuentes que huyen de la Policía y de los pesos medios que han sido puestos fuera de combate en el primer asalto. En las tarde de enero, la ciudad extiende su conmiseración de piedra a los pilotos que no pueden despegar, a los que sufren de celos —con fundamento o sin él—, a los periodistas que hacen el turno de noche, a los guardias de pies cansados y a las sopranos acatarradas y a los vendedores de aviones que no han vendido ni un solo reactor de caza; y al coleccionista de arte, que acaba de descubrir que su preciado Renoir es una falsificación y se da cuenta de que el clima de la cuenca del Sena concuerda con su estado de ánimo. París en invierno es para todos los náufragos de tierra firme que conocen la melancolía.