De la ministra-sargento Chacón y de su antecesor Bono (que hay que ver qué cosas han dicho cuando se refieren a Afganistán y a la presencia allí de tropas españolas) yo debiera esperar que cuando una o varias potencias extranjeras invadan y ocupen su país se resistan, rebelen y luchen con todos los medios a su alcance contra esa tropelía, hasta acabar expulsando al enemigo. Pero no les voy a pedir que esto lo extrapolen al caso de Afganistán, ya que supongo incapacitada para ello su mente etnocéntrica y otanista: me conformaré con mortificarlos pidiéndoles que cuelguen en su despacho una copia del famoso cuadro de Goya Los fusilamientos del 3 de mayo, en el que el invasor y ocupante, que venía a liberarnos de no me acuerdo bien qué, asesinaba a los madrileños resistentes acusándolos de terroristas.

La presencia de la OTAN y sus aliados en Afganistán es —como en el caso de los ejércitos napoleónicos en media Europa— un caso de libro sobre imperialismo redivivo. Recordemos cómo era el mecanismo habitual que daba lugar a la presencia de los potencias imperiales durante el siglo XIX en África y Asia: se esperaba, provocaba o inventaba un incidente (un acto armado mínimo, el desaire a un embajador, la resistencia comercial) y a continuación se invadía, ocupaba, expoliaba y sacrificaba a pueblos y territorios. En este caso el pretexto fueron los atentados de Al Qaeda en Nueva York y Washington, de los que se acabó culpando al Gobierno talibán de Afganistán; y por eso el Imperio (Estados Unidos, sus vasallos y la OTAN) decidió hacerle a todo un pueblo y un país soberanos una guerra de venganza, pirata e infame (por más que digamos que la ONU la ha bendecido).

Un caso, pues, de imperialismo de libro, del de siempre, del que ha abominado la historia y que tanto dolor y odio ha traído sobre medio mundo, y en el que no faltan mentiras y ocultación, torturas y negocios. Pues a ese espectáculo histórico y político se ha unido nuestra España enganchada a la OTAN y vasalla de USA, a modo de compensación de sello socialdemócrata por haber salido de Irak, donde hicimos otra guerra indecente y por haber disgustado al Tío Sam, tan susceptible con los aliados que lo desairan.

En Afganistán nos unimos a unos ejércitos orgullosos de su poder tecnológico pero que no tardaron en especializarse en masacrar civiles (en junio de 2010 las bajas civiles fueron 326, un récord), hechos que no parecen avergonzar a esos que dicen ´realizar acción humanitaria´ o ´luchar contra el terror´. En Afganistán apoyamos a un régimen cipayo, traidor e incapaz, cuyo líder es un personaje abyecto, corrupto y en nada homologable con las proclamas occidentales —sencillamente grotescas— de libertad y democracia. Un líder y un régimen que ya negocian con los afganos patriotas, a quienes nunca nadie ha vencido (siendo o no talibanes) y que cuando ganen se permitirán darle, supongo, el trato que se merecen. Una guerra perdida en la que los invasores y ocupantes ni vencen ni progresan ni controlan más allá del muro de sus cuarteles: otra vez, sí, como en Vietnam, y otra vez la historia será implacable con los belicistas imperiales y sus corifeos.

Lo único que en Afganistán está ganando Occidente (Estados Unidos, la OTAN y los aliados) es la garantía de que nos sobrevendrán décadas de odio desde el Islam movilizado y radical: atentados, inseguridad y tensiones renovadas, es decir, una angustia inacabable e incontrolable, el pago correspondiente a ese empeño, falso y necio, de ´luchar contra el terrorismo´ o ´por la seguridad internacional´.

Qué papelón el de España! Mandar a nuestros ciudadanos y a otros que no lo son (lo que agrava para mí el problema) a morir y matar en un territorio donde nada sensato nos pide estar, exige una estructura mental poco común, que habrá de encontrar en una legalidad y un patriotismo prefabricados y de consumo propio los antídotos al inevitable escrúpulo moral, un escrúpulo que ya es hora que se imponga.